“Y así hemos llegado a la etapa de hoy, en la que los jueces rinden culto a la justicia, de la que se consideran forzados intérpretes, y reservan a las leyes un papel secundario y subordinado”
Guibourg, Ricardo A., Los jueces y la nueva estructura del sistema jurídico
1. Introducción
Hace más de un siglo que ha quedado atrás el modelo del juez que “conoce” la norma y la “aplica” sin tener margen para la decisión. La innegable evidencia de que el ordenamiento jurídico posee lagunas interpretativas nos ha llevado a aceptar que la actividad judicial tiene un componente creativo o de decisión. Frente a la aceptación de que el magistrado no sólo conoce el derecho sino que también lo crea, operando en su labor tanto su conocimiento como su voluntad, no con poca frecuencia se escucha a las personas emitir juicios de valor sobre las sentencias judiciales, a las cuales que se las califica como de “justas” o “injustas”, sin importar la legalidad de las normas aplicadas. Parece ser, entonces, que el perfil del juez que la sociedad considera “justo” no es necesariamente el de aquella persona que estudia e interpreta el sistema normativo vigente seleccionando las normas aplicables al caso. La opinión pública suele exigir un modelo de magistrado que personifique “el ideal de la justicia” (vaya a saber Dios cuál es este) y que se encuentre al servicio de la “verdad sustancial”. Los tribunales aparecen así como el espacio propicio para la defensa de todos los derechos individuales y colectivos vulnerados, una especie de salvavidas que se arroja al inmenso mar de las injusticias que día a día se cometen. El mencionado fenómeno puede ser comprendido si se tiene en cuenta que las valoraciones sociales sobre la justicia (habituales en los medios masivos de comunicación) son muchas veces el producto de una conciencia popular cargada de fuertes contenidos afectivos, de sentimientos de simpatía, antipatía o de aprobación o condena de los hechos o las personas sobre los cuales recaen decisiones judiciales. Lo que resulta a nuestro modo de ver incomprensible es que el Poder Judicial haya decidido hacer caso a estas añoranzas sociales, buscando responder al ideal social de “impartir justicia” aún cuando en esta labor deba actuar, no ya controlando sino sustituyendo a los otros poderes del Estado. De esta forma, no resultan poco habituales las resoluciones judiciales que echan por tierra a la letra de la ley, la reescriben, fuerzan su interpretación o la omiten en base a la aplicación de principios generales, todo ello, claro está, guiado por las preferencias morales del juzgador. Ante este panorama, el presente trabajo pretende ser la exposición de nuestra opinión personal sobre cuáles han de ser los límites morales y jurídicos a la discrecionalidad judicial.
2. La función judicial de “impartir justicia”
En nuestro sistema republicano de gobierno el Estado ha delegado en el Poder Judicial la función de dirimir o solucionar los conflictos de particulares entre sí, o de éstos con el Estado, mediante la aplicación del derecho. De esta forma, los jueces son funcionarios públicos dotados de la potestad y el deber de “impartir justicia”. Con respecto a la “justicia”, la definición clásica de Ulpiano la entendía como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde. Sin embargo, creemos que la definición de lo que es justo es un ideal irracional. Siguiendo al filósofo escandinavo Alf Ross, hablar normativamente de justicia equivale a “dar un golpe sobre la mesa”, pues se trata de una expresión lingüística que representa creencias subjetivas, preferencias personales e incluso, intereses particulares. Existen múltiples y diversos ideales de justicia cuyos contenidos no son siempre similares y resultan, a menudo, contrapuestos entre sí. Ejemplos de lo anterior serían las calificaciones de justo o injusto que se emiten en cuestiones como el aborto, la pena de muerte o la eutanasia. Es ante esta diversidad y multiplicidad de criterios, que resulta imposible fundar racionalmente la verdad o preeminencia de uno de éstos por sobre los restantes.
Asumimos, entonces, una postura metaética no descriptivista en torno al concepto de “lo justo” pues consideramos que los hechos morales no existen y la justicia, como uno de ellos, no puede considerarse resultado de un proceso cognoscitivo al no existir una forma racional para probar el mayor valor de verdad de un ideal determinado de justicia cualquiera sobre los restantes. Debemos aclarar que del hecho de que no se pueda afirmar la existencia de este valor, no se deriva que no tengamos nuestras propias preferencias sobre lo que consideramos justo. Ahora bien, aclarada nuestra postura en torno a la imposibilidad de encontrar una única definición de lo que es justo, el segundo inconveniente que se plantea es el de definir qué significa “impartir” justicia.
En algunos casos el derecho permite a los jueces impartir justicia mediante la aplicación sin más de las normas jurídicas. Sin embargo, existen ciertas cuestiones (denominadas habitualmente “casos difíciles”) que no encuentran una solución en la aplicación estricta de las normas pues éstas no dan una solución para el caso. En este último caso, el derecho se transforma en un instrumento para que los magistrados impartan justicia, encontrando (o, mejor dicho, creando) la norma aplicable al caso.
En la mencionada labor de interpretación, los jueces gozan de un margen de discrecionalidad que les permite elegir una de entre varias alternativas para dirimir el conflicto, creando el derecho a través de una norma jurídica individual.
3. Planteo del problema: Los límites de la discrecionalidad judicial
La discrecionalidad judicial no es una “caja de Pandora” que convierte a los magistrados en seres todopoderosos dotados de la capacidad para decidir aquello sobre lo que no pueden dar razones. Los jueces deben decidir dentro de los límites de lo que pueden motivar legalmente. De esta forma, la motivación les permite reflejar su raciocinio y la justificación de un resultado determinado, manifestando la razonabilidad de su decisión. Podemos decir, en líneas generales, que una decisión judicial es razonable cuando respeta los principios de la lógica formal; es clara respecto a lo qué decide, por qué lo decide y contra quién lo decide; contiene apreciaciones dogmáticas o proposiciones conectadas estrechamente con el caso; se basa en los hechos y las pruebas aportados por las partes; se funda en normas o principios jurídicos; no adolece de errores de juicio o de procedimiento, entre otros.
Ahora bien, cuando los juzgadores interpretan la norma lo hacen mediante un proceso no enteramente objetivo, pues no resultan inmunes a sus propias preferencias morales. Como lo describieron Kelsen y Ross, la función jurisdiccional combina en los hechos elementos cognitivos, volitivos, conciencia jurídica formal y conciencia jurídica material.
Es aquí donde llegamos al punto relativo a la relación entre la ética o moral y el derecho en la labor interpretativa judicial. Podemos afirmar que una interpretación del derecho éticamente neutra es imposible: la adecuación judicial de la norma al caso concreto se edifica, entre otros factores, sobre las valoraciones axiológicas delos magistrados.
Entonces, nos guste o no, los jueces justifican sus decisiones apoyándose en preferencias morales y recurriendo a éstas a la hora de interpretar el derecho. Consecuentemente, existe una amplia función del juez en la “creación” del derecho. Ahora bien, si bien no tenemos más opción que aceptar que sea el juez quien bajo criterios subjetivos “decida” el derecho aplicable, ello no implica resignarnos a la arbitrariedad (como si éste fuera un mal inevitable), ni mucho menos permitir la ausencia de criterios objetivos.
El problema es que no es extraño encontrar órganos jurisdiccionales que, quizás con una intención altruista, imparten justicia y “dan a cada quien lo suyo” avanzando sobre un marco de discrecionalidad que excede el contenido de las normas vigentes, de suerte tal que muchas veces sus decisiones contradicen la letra de la ley o, incluso, a los precedentes brindados por los propios magistrados en casos similares.
4. Nuestra posición: Alternativas al problema, razones y argumentos
La imagen clásica del juez que buscaba prescribir los límites a sus prerrogativas ha sido reemplazada por la del magistrado que pretende ejercer su discreción creadora según sus preferencias morales, sin constreñirse por los límites que le impone el ordenamiento jurídico. De esta forma, han de establecerse mecanismos que garanticen que la labor interpretativa judicial se desarrolle dentro de un marco que limite la labor creativa, a fin de evitar que el funcionario se erija en legislador imponiendo ilegítimamente su propia visión del derecho.
Algunos de estos mecanismos podrían ser los siguientes:
a) No todo lo legal es justo, ni todo lo justo es legal
El derecho y la ética guardan estrechas relaciones, pero no por ello se confunden. Aún cuando tanto el uno como el otro busquen regular la vida humana, lo hacen desde distintas perspectivas y atendiendo a diferentes finalidades. En la práctica, la legalidad puede terminar no sólo separándose de la moralidad, sino desconociéndola y, aún, contradiciéndola. Sin embargo, incluso en estos casos la preservación de principios y valores tales como la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley justifican a nuestro criterio el mantenimiento de la legalidad salvo, claro está, que se trate de una norma inconstitucional.
b) “Dura lex, sed lex”. El derecho no puede dar una respuesta a todas las injusticias
Los magistrados judiciales fueron durante la República Romana funcionarios que dirigían ejércitos, expresaban con su voluntad la del Estado creando para éste derechos y obligaciones y disponían del derecho a publicar ordenanzas en las que se construían mandatos y prohibiciones. De tal manera, su actividad era de índole administrativa, legislativa y judicial. En nuestro actual sistema de división de poderes los jueces tienen como función propia la de aplicar las normas jurídicas a casos concretos, por lo que deben sujetarse a la voluntad legislativa y respetar las prioridades del Poder Ejecutivo, en tanto la función jurisdiccional del Estado no ha sido instituida para responder a los pedidos sociales, sino para resolver conflictos particulares. Han de recuperarse las exigencias de la división de poderes, propiciando un mayor acercamiento de la sociedad al Poder Legislativo de modo tal que se frene la transferencia de este poder de las responsabilidades sobre la creación del derecho. Si la sociedad acepta que el legislador es quien crea (o debe crear) las normas destinadas a resolver los conflictos y que el juez sólo tiene la función de aplicarlas, entendería que las decisiones judiciales deben respetar la letra de la ley. Así, cuando la opinión pública encuentre que la aplicación de una norma lleva a una solución éticamente “injusta”, exigirá a sus representantes del Poder Legislativo la derogación o modificación de la ley. En cambio, si la sociedad cree que el juez es el dueño del derecho y que puede resolver con tan sólo “modelar” los contornos de la regla legislativa (cuando ésta existe), se pensará que las decisiones judiciales son el producto de la conciencia del magistrado. De esta forma, como existirá una plena conciencia social de que el derecho es lo que el juez dice que es, se le exigirá que proteja a los valores socialmente tenidos por más valiosos o respetables, aún cuando con ello deba “reescribir” o desobedecer el mandato de la ley.
c) Los límites de las normas y la función del Poder Legislativo
Con sólo realizar una interpretación literal de las normas de nuestro ordenamiento jurídico puede observarse que éstas han sido y son legisladas de manera tal que permiten, en lugar de interpretar el contenido y el alcance de los derechos en el marco de las leyes, interpretar la validez y el contenido de las leyes en el marco de los derechos. A veces, incluso, ni siquiera se debe forzar la interpretación de las normas pues la amplia gama de principios que consagra nuestro ordenamiento jurídico le permiten al funcionario judicial su aplicación conforme a sus propias preferencias. Así, el reconocimiento del carácter jurídico de los principios ha hecho entrar en crisis a la definición del derecho como un conjunto de normas, lo que fortalece la expansión de la discrecionalidad judicial hacia la esfera legislativa. De esta forma, cuando se esfuma o desdibuja el contenido material de las normas y las preferencias subjetivas de los jueces entran en escena, poco sirven las reglas de la lógica en cuanto rectoras del razonamiento jurídico. Ante la inevitable circunstancia de que la labor interpretativa judicial implica (en mayor o en menor medida) “legislar”, sería conveniente que el Poder Legislativo utilizara una técnica legislativa adecuada de modo tal que las normas jurídicas determinen per se los límites precisos dentro de los cuales debe actuar la administración judicial en su interpretación. Estos límites que han de marcar las leyes deben exigir que el ámbito de la discrecionalidad judicial sea mensurable, y así permitir (en la medida de lo posible) que los casos similares sean resueltos de una manera semejante, permitiendo a los justiciables conocer de antemano las reglas del juego judicial.
d) La elaboración y publicidad de criterios de decisión judicial
De la misma forma que para preguntarnos si una determinada sentencia judicial es justa o injusta debemos disponer de algún criterio previo sobre lo que evaluamos, los jueces deben elaborar un método que dote de certeza a sus razonamientos antes de lanzarse a la labor interpretativa de las normas. Los magistrados deben elaborar y hacer públicos sus criterios de decisión, sometiéndolos a la crítica general y dotando de mayor seguridad jurídica al sistema judicial. De esta forma, ante la posibilidad de cuantificar la cantidad de circunstancias relevantes que rodean a casos similares, es imprescindible la unificación de los criterios judiciales de decisión a los fines de reducir la coexistencia de soluciones judiciales incompatibles entre sí. Esto les permitirá a los ciudadanos imaginar cuáles serán los criterios que se tendrán como judicialmente relevantes para juzgar sus conductas, independientemente del juez que sea sorteado para resolver en la causa.
e) La formación de grado de los futuros magistrados
Hasta aquí hemos venido diciendo que los jueces interpretan las normas, que en esta labor no escapan a sus preferencias morales y que es imperioso que elaboren sus criterios de decisión. Sin embargo, materias como filosofía, lógica, ética, epistemología, metodología y argumentación jurídica (que le permitirían al juez saber realizar esta labor) constituyen asignaturas aisladas (cuando no inexistentes) dentro de la currícula de las facultades de derecho. Si observamos los planes de estudio de la carrera de abogacía, encontraremos que los mismos siguen un modelo de aprendizaje memorístico y repetitivo mientras que lo que necesitan los profesionales del derecho es tener una actitud crítica y dialéctica, sobre las bases de un pluralismo metodológico, donde puedan reconocer la interacción entre los valores, las normas y los hechos. La reflexión y la crítica propositiva deberán ser prácticas constantes donde se sienten las bases de las convicciones que reconozcan la individualidad de los estudiantes (muchos de ellos, futuros magistrados), fomentándose la reflexión teórica y la capacidad de análisis y de argumentación para identificar la dimensión jurídica de un problema e intervenir de manera crítica, propositiva y ética en la solución del problema jurídico.
5. Algunas conclusiones
Cuando los magistrados “legislan” asumen todo el poder –legislativo, ejecutivo y judicial– y ello genera que muchas cuestiones queden fuera de contienda, de preguntas, del voto y del alcance del pueblo, generándose un gran desequilibrio del balance entre las distintas ramas del gobierno. Es por esto que se debe formular un sistema que permita a los jueces actuar y, al mismo tiempo, que evite que extralimiten sus poderes y conduzcan hacia una pérdida de confianza pública en la división de poderes.
Por su parte, el Poder Legislati vo debe asumir una labor activa para frenar la expansión del poder jurisdiccional sobre funciones que le son propias y exclusivas, siendo que esta abdicación de responsabilidades es más remarcable que la propia asunción de una mayor autoridad por parte del Poder Judicial. Frente a este panorama, se debe fortalecer un Congreso que elabore leyes que establezcan fronteras permanentes a los poderes interpretativos de los funcionarios judiciales, que tenga un mejor funcionamiento de las asambleas legislativas en sus competencias básicas y, fundamentalmente, que trabaje en aumentar la legitimidad y la importancia simbólica de los órganos legislativos ante la sociedad, ante los demás poderes del Estado y ante sus propios miembros.
Mientras tanto, el derecho se presenta como el mejor sistema (al menos, hasta el momento) para llegar a un acuerdo acerca de cuestiones que se suscitan en la sociedad y así proteger y garantizar el cumplimiento de los derechos, proveer cierto grado de seguridad y previsibilidad a las decisiones judiciales, resguardar el principio de igualdad, contribuir a un vida social ordenada y cumplir con la exigencia de dirimir casos similares en forma similar.
Todo ello implica que el juez no debe dejar de lado el ordenamiento jurídico cuando juzgue que éste es “injusto”. Ello no implica, para nada, que deba preservar el derecho positivo al punto de congelarlo, pero sí que se utilicen parámetros estrictos para permitir que, a la luz de la ética y la moral, el derecho sea dejado de lado. Esto por cuanto la preservación de la vigencia del sistema jurídico justifica en muchos casos aplicar las normas legales aún cuando ello signifique arribar a soluciones moderadamente injustas en algunos casos.
El respeto por las normas jurídicas es el plafón de la salud democrática de las sociedades. Si el derecho procede de un órgano democrático al cual la sociedad le ha atribuido la función de crear las normas (cual es el Poder legislativo), el juez debe aceptar estas normas no en razón de lo justo o injusto de su contenido, sino en virtud de tener un origen que es legítimo.
Hace más de un siglo que ha quedado atrás el modelo del juez que “conoce” la norma y la “aplica” sin tener margen para la decisión. La innegable evidencia de que el ordenamiento jurídico posee lagunas interpretativas nos ha llevado a aceptar que la actividad judicial tiene un componente creativo o de decisión. Frente a la aceptación de que el magistrado no sólo conoce el derecho sino que también lo crea, operando en su labor tanto su conocimiento como su voluntad, no con poca frecuencia se escucha a las personas emitir juicios de valor sobre las sentencias judiciales, a las cuales que se las califica como de “justas” o “injustas”, sin importar la legalidad de las normas aplicadas. Parece ser, entonces, que el perfil del juez que la sociedad considera “justo” no es necesariamente el de aquella persona que estudia e interpreta el sistema normativo vigente seleccionando las normas aplicables al caso. La opinión pública suele exigir un modelo de magistrado que personifique “el ideal de la justicia” (vaya a saber Dios cuál es este) y que se encuentre al servicio de la “verdad sustancial”. Los tribunales aparecen así como el espacio propicio para la defensa de todos los derechos individuales y colectivos vulnerados, una especie de salvavidas que se arroja al inmenso mar de las injusticias que día a día se cometen. El mencionado fenómeno puede ser comprendido si se tiene en cuenta que las valoraciones sociales sobre la justicia (habituales en los medios masivos de comunicación) son muchas veces el producto de una conciencia popular cargada de fuertes contenidos afectivos, de sentimientos de simpatía, antipatía o de aprobación o condena de los hechos o las personas sobre los cuales recaen decisiones judiciales. Lo que resulta a nuestro modo de ver incomprensible es que el Poder Judicial haya decidido hacer caso a estas añoranzas sociales, buscando responder al ideal social de “impartir justicia” aún cuando en esta labor deba actuar, no ya controlando sino sustituyendo a los otros poderes del Estado. De esta forma, no resultan poco habituales las resoluciones judiciales que echan por tierra a la letra de la ley, la reescriben, fuerzan su interpretación o la omiten en base a la aplicación de principios generales, todo ello, claro está, guiado por las preferencias morales del juzgador. Ante este panorama, el presente trabajo pretende ser la exposición de nuestra opinión personal sobre cuáles han de ser los límites morales y jurídicos a la discrecionalidad judicial.
2. La función judicial de “impartir justicia”
En nuestro sistema republicano de gobierno el Estado ha delegado en el Poder Judicial la función de dirimir o solucionar los conflictos de particulares entre sí, o de éstos con el Estado, mediante la aplicación del derecho. De esta forma, los jueces son funcionarios públicos dotados de la potestad y el deber de “impartir justicia”. Con respecto a la “justicia”, la definición clásica de Ulpiano la entendía como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde. Sin embargo, creemos que la definición de lo que es justo es un ideal irracional. Siguiendo al filósofo escandinavo Alf Ross, hablar normativamente de justicia equivale a “dar un golpe sobre la mesa”, pues se trata de una expresión lingüística que representa creencias subjetivas, preferencias personales e incluso, intereses particulares. Existen múltiples y diversos ideales de justicia cuyos contenidos no son siempre similares y resultan, a menudo, contrapuestos entre sí. Ejemplos de lo anterior serían las calificaciones de justo o injusto que se emiten en cuestiones como el aborto, la pena de muerte o la eutanasia. Es ante esta diversidad y multiplicidad de criterios, que resulta imposible fundar racionalmente la verdad o preeminencia de uno de éstos por sobre los restantes.
Asumimos, entonces, una postura metaética no descriptivista en torno al concepto de “lo justo” pues consideramos que los hechos morales no existen y la justicia, como uno de ellos, no puede considerarse resultado de un proceso cognoscitivo al no existir una forma racional para probar el mayor valor de verdad de un ideal determinado de justicia cualquiera sobre los restantes. Debemos aclarar que del hecho de que no se pueda afirmar la existencia de este valor, no se deriva que no tengamos nuestras propias preferencias sobre lo que consideramos justo. Ahora bien, aclarada nuestra postura en torno a la imposibilidad de encontrar una única definición de lo que es justo, el segundo inconveniente que se plantea es el de definir qué significa “impartir” justicia.
En algunos casos el derecho permite a los jueces impartir justicia mediante la aplicación sin más de las normas jurídicas. Sin embargo, existen ciertas cuestiones (denominadas habitualmente “casos difíciles”) que no encuentran una solución en la aplicación estricta de las normas pues éstas no dan una solución para el caso. En este último caso, el derecho se transforma en un instrumento para que los magistrados impartan justicia, encontrando (o, mejor dicho, creando) la norma aplicable al caso.
En la mencionada labor de interpretación, los jueces gozan de un margen de discrecionalidad que les permite elegir una de entre varias alternativas para dirimir el conflicto, creando el derecho a través de una norma jurídica individual.
3. Planteo del problema: Los límites de la discrecionalidad judicial
La discrecionalidad judicial no es una “caja de Pandora” que convierte a los magistrados en seres todopoderosos dotados de la capacidad para decidir aquello sobre lo que no pueden dar razones. Los jueces deben decidir dentro de los límites de lo que pueden motivar legalmente. De esta forma, la motivación les permite reflejar su raciocinio y la justificación de un resultado determinado, manifestando la razonabilidad de su decisión. Podemos decir, en líneas generales, que una decisión judicial es razonable cuando respeta los principios de la lógica formal; es clara respecto a lo qué decide, por qué lo decide y contra quién lo decide; contiene apreciaciones dogmáticas o proposiciones conectadas estrechamente con el caso; se basa en los hechos y las pruebas aportados por las partes; se funda en normas o principios jurídicos; no adolece de errores de juicio o de procedimiento, entre otros.
Ahora bien, cuando los juzgadores interpretan la norma lo hacen mediante un proceso no enteramente objetivo, pues no resultan inmunes a sus propias preferencias morales. Como lo describieron Kelsen y Ross, la función jurisdiccional combina en los hechos elementos cognitivos, volitivos, conciencia jurídica formal y conciencia jurídica material.
Es aquí donde llegamos al punto relativo a la relación entre la ética o moral y el derecho en la labor interpretativa judicial. Podemos afirmar que una interpretación del derecho éticamente neutra es imposible: la adecuación judicial de la norma al caso concreto se edifica, entre otros factores, sobre las valoraciones axiológicas delos magistrados.
Entonces, nos guste o no, los jueces justifican sus decisiones apoyándose en preferencias morales y recurriendo a éstas a la hora de interpretar el derecho. Consecuentemente, existe una amplia función del juez en la “creación” del derecho. Ahora bien, si bien no tenemos más opción que aceptar que sea el juez quien bajo criterios subjetivos “decida” el derecho aplicable, ello no implica resignarnos a la arbitrariedad (como si éste fuera un mal inevitable), ni mucho menos permitir la ausencia de criterios objetivos.
El problema es que no es extraño encontrar órganos jurisdiccionales que, quizás con una intención altruista, imparten justicia y “dan a cada quien lo suyo” avanzando sobre un marco de discrecionalidad que excede el contenido de las normas vigentes, de suerte tal que muchas veces sus decisiones contradicen la letra de la ley o, incluso, a los precedentes brindados por los propios magistrados en casos similares.
4. Nuestra posición: Alternativas al problema, razones y argumentos
La imagen clásica del juez que buscaba prescribir los límites a sus prerrogativas ha sido reemplazada por la del magistrado que pretende ejercer su discreción creadora según sus preferencias morales, sin constreñirse por los límites que le impone el ordenamiento jurídico. De esta forma, han de establecerse mecanismos que garanticen que la labor interpretativa judicial se desarrolle dentro de un marco que limite la labor creativa, a fin de evitar que el funcionario se erija en legislador imponiendo ilegítimamente su propia visión del derecho.
Algunos de estos mecanismos podrían ser los siguientes:
a) No todo lo legal es justo, ni todo lo justo es legal
El derecho y la ética guardan estrechas relaciones, pero no por ello se confunden. Aún cuando tanto el uno como el otro busquen regular la vida humana, lo hacen desde distintas perspectivas y atendiendo a diferentes finalidades. En la práctica, la legalidad puede terminar no sólo separándose de la moralidad, sino desconociéndola y, aún, contradiciéndola. Sin embargo, incluso en estos casos la preservación de principios y valores tales como la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley justifican a nuestro criterio el mantenimiento de la legalidad salvo, claro está, que se trate de una norma inconstitucional.
b) “Dura lex, sed lex”. El derecho no puede dar una respuesta a todas las injusticias
Los magistrados judiciales fueron durante la República Romana funcionarios que dirigían ejércitos, expresaban con su voluntad la del Estado creando para éste derechos y obligaciones y disponían del derecho a publicar ordenanzas en las que se construían mandatos y prohibiciones. De tal manera, su actividad era de índole administrativa, legislativa y judicial. En nuestro actual sistema de división de poderes los jueces tienen como función propia la de aplicar las normas jurídicas a casos concretos, por lo que deben sujetarse a la voluntad legislativa y respetar las prioridades del Poder Ejecutivo, en tanto la función jurisdiccional del Estado no ha sido instituida para responder a los pedidos sociales, sino para resolver conflictos particulares. Han de recuperarse las exigencias de la división de poderes, propiciando un mayor acercamiento de la sociedad al Poder Legislativo de modo tal que se frene la transferencia de este poder de las responsabilidades sobre la creación del derecho. Si la sociedad acepta que el legislador es quien crea (o debe crear) las normas destinadas a resolver los conflictos y que el juez sólo tiene la función de aplicarlas, entendería que las decisiones judiciales deben respetar la letra de la ley. Así, cuando la opinión pública encuentre que la aplicación de una norma lleva a una solución éticamente “injusta”, exigirá a sus representantes del Poder Legislativo la derogación o modificación de la ley. En cambio, si la sociedad cree que el juez es el dueño del derecho y que puede resolver con tan sólo “modelar” los contornos de la regla legislativa (cuando ésta existe), se pensará que las decisiones judiciales son el producto de la conciencia del magistrado. De esta forma, como existirá una plena conciencia social de que el derecho es lo que el juez dice que es, se le exigirá que proteja a los valores socialmente tenidos por más valiosos o respetables, aún cuando con ello deba “reescribir” o desobedecer el mandato de la ley.
c) Los límites de las normas y la función del Poder Legislativo
Con sólo realizar una interpretación literal de las normas de nuestro ordenamiento jurídico puede observarse que éstas han sido y son legisladas de manera tal que permiten, en lugar de interpretar el contenido y el alcance de los derechos en el marco de las leyes, interpretar la validez y el contenido de las leyes en el marco de los derechos. A veces, incluso, ni siquiera se debe forzar la interpretación de las normas pues la amplia gama de principios que consagra nuestro ordenamiento jurídico le permiten al funcionario judicial su aplicación conforme a sus propias preferencias. Así, el reconocimiento del carácter jurídico de los principios ha hecho entrar en crisis a la definición del derecho como un conjunto de normas, lo que fortalece la expansión de la discrecionalidad judicial hacia la esfera legislativa. De esta forma, cuando se esfuma o desdibuja el contenido material de las normas y las preferencias subjetivas de los jueces entran en escena, poco sirven las reglas de la lógica en cuanto rectoras del razonamiento jurídico. Ante la inevitable circunstancia de que la labor interpretativa judicial implica (en mayor o en menor medida) “legislar”, sería conveniente que el Poder Legislativo utilizara una técnica legislativa adecuada de modo tal que las normas jurídicas determinen per se los límites precisos dentro de los cuales debe actuar la administración judicial en su interpretación. Estos límites que han de marcar las leyes deben exigir que el ámbito de la discrecionalidad judicial sea mensurable, y así permitir (en la medida de lo posible) que los casos similares sean resueltos de una manera semejante, permitiendo a los justiciables conocer de antemano las reglas del juego judicial.
d) La elaboración y publicidad de criterios de decisión judicial
De la misma forma que para preguntarnos si una determinada sentencia judicial es justa o injusta debemos disponer de algún criterio previo sobre lo que evaluamos, los jueces deben elaborar un método que dote de certeza a sus razonamientos antes de lanzarse a la labor interpretativa de las normas. Los magistrados deben elaborar y hacer públicos sus criterios de decisión, sometiéndolos a la crítica general y dotando de mayor seguridad jurídica al sistema judicial. De esta forma, ante la posibilidad de cuantificar la cantidad de circunstancias relevantes que rodean a casos similares, es imprescindible la unificación de los criterios judiciales de decisión a los fines de reducir la coexistencia de soluciones judiciales incompatibles entre sí. Esto les permitirá a los ciudadanos imaginar cuáles serán los criterios que se tendrán como judicialmente relevantes para juzgar sus conductas, independientemente del juez que sea sorteado para resolver en la causa.
e) La formación de grado de los futuros magistrados
Hasta aquí hemos venido diciendo que los jueces interpretan las normas, que en esta labor no escapan a sus preferencias morales y que es imperioso que elaboren sus criterios de decisión. Sin embargo, materias como filosofía, lógica, ética, epistemología, metodología y argumentación jurídica (que le permitirían al juez saber realizar esta labor) constituyen asignaturas aisladas (cuando no inexistentes) dentro de la currícula de las facultades de derecho. Si observamos los planes de estudio de la carrera de abogacía, encontraremos que los mismos siguen un modelo de aprendizaje memorístico y repetitivo mientras que lo que necesitan los profesionales del derecho es tener una actitud crítica y dialéctica, sobre las bases de un pluralismo metodológico, donde puedan reconocer la interacción entre los valores, las normas y los hechos. La reflexión y la crítica propositiva deberán ser prácticas constantes donde se sienten las bases de las convicciones que reconozcan la individualidad de los estudiantes (muchos de ellos, futuros magistrados), fomentándose la reflexión teórica y la capacidad de análisis y de argumentación para identificar la dimensión jurídica de un problema e intervenir de manera crítica, propositiva y ética en la solución del problema jurídico.
5. Algunas conclusiones
Cuando los magistrados “legislan” asumen todo el poder –legislativo, ejecutivo y judicial– y ello genera que muchas cuestiones queden fuera de contienda, de preguntas, del voto y del alcance del pueblo, generándose un gran desequilibrio del balance entre las distintas ramas del gobierno. Es por esto que se debe formular un sistema que permita a los jueces actuar y, al mismo tiempo, que evite que extralimiten sus poderes y conduzcan hacia una pérdida de confianza pública en la división de poderes.
Por su parte, el Poder Legislati vo debe asumir una labor activa para frenar la expansión del poder jurisdiccional sobre funciones que le son propias y exclusivas, siendo que esta abdicación de responsabilidades es más remarcable que la propia asunción de una mayor autoridad por parte del Poder Judicial. Frente a este panorama, se debe fortalecer un Congreso que elabore leyes que establezcan fronteras permanentes a los poderes interpretativos de los funcionarios judiciales, que tenga un mejor funcionamiento de las asambleas legislativas en sus competencias básicas y, fundamentalmente, que trabaje en aumentar la legitimidad y la importancia simbólica de los órganos legislativos ante la sociedad, ante los demás poderes del Estado y ante sus propios miembros.
Mientras tanto, el derecho se presenta como el mejor sistema (al menos, hasta el momento) para llegar a un acuerdo acerca de cuestiones que se suscitan en la sociedad y así proteger y garantizar el cumplimiento de los derechos, proveer cierto grado de seguridad y previsibilidad a las decisiones judiciales, resguardar el principio de igualdad, contribuir a un vida social ordenada y cumplir con la exigencia de dirimir casos similares en forma similar.
Todo ello implica que el juez no debe dejar de lado el ordenamiento jurídico cuando juzgue que éste es “injusto”. Ello no implica, para nada, que deba preservar el derecho positivo al punto de congelarlo, pero sí que se utilicen parámetros estrictos para permitir que, a la luz de la ética y la moral, el derecho sea dejado de lado. Esto por cuanto la preservación de la vigencia del sistema jurídico justifica en muchos casos aplicar las normas legales aún cuando ello signifique arribar a soluciones moderadamente injustas en algunos casos.
El respeto por las normas jurídicas es el plafón de la salud democrática de las sociedades. Si el derecho procede de un órgano democrático al cual la sociedad le ha atribuido la función de crear las normas (cual es el Poder legislativo), el juez debe aceptar estas normas no en razón de lo justo o injusto de su contenido, sino en virtud de tener un origen que es legítimo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario