miércoles, 9 de noviembre de 2011

La ola de la digitalización judicial



Mediante una resolución, la Procuración General de la Nación dispuso que las notificaciones dirigidas a fiscales de todo el país se efectúen por medio del correo electrónico. Asimismo, con la sola confirmación de la lectura de ellas se las dará por notificadas.


La Procuración General de la Nación dispuso que las notificaciones dirigidas a todos los fiscales del país se efectúen por medio del correo electrónico aunque las resoluciones del Ministerio Público seguirán, por el momento, notificándose vía oficio judicial en soporte papel.

En concreto la resolución PGN 71/11, que lleva la firma del Procurador General Esteban Righi, dispone que las notificaciones dirigidas a “fiscales de todo el país, Unidades Especializadas y Áreas de la Pro curación General de la Nación respecto de las resoluciones PGN., ADM., RL. y PER., se efectúen por medio de correo electrónico oficial con firma digital por parte de la Oficina de Protocolización, Digitalización y Notificaciones”.

Exceptuando de tal modalidad “las resoluciones MP que por el momento seguirán siendo notificadas mediante oficio de estilo en soporte papel”.

La decisión se enmarca en un proceso iniciado por la Procuración en el año 2006 cuando se estableció como prueba piloto en quince fiscalías generales ante las cámaras de apelaciones del país y las generales de juicio y de primera instancia de cada región la utilización del correo institucional con firma electrónica.

Asimismo, se dispuso que las resoluciones que se enmarcan en esta modalidad de notificación se tendrán por notificadas “con la sola confirmación de lectura del correo institucional por parte del Fiscal, Secretario o, en su defecto, por la persona designada como responsable a tal fin”.

Se agrega que este sistema de notificaciones “no será aplicable para las notificaciones que en forma directa realizan las distintas áreas de de la Procuración General de la Nación, conforme a las leyes, decretos, resoluciones y otras normas reglamentarias específicamente dictadas al efecto”.

Para terminar se le recordó a los magistrados, funcionarios y empleados la vigencia de otra resolución, la N° 83/08, que consigna el deber de verificar al menos una vez al día la existencia de correos electrónicos en las cuentas oficiales.




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Aclaren que oscurece. Deberes discursivos de los jueces



En Córdoba, el Tribunal Superior de Justicia se pronunció en un caso de oscuridad de una sentencia y afirmó que la claridad discursiva de los jueces es un “deber funcional” y una “carga procesal” para las partes del proceso. Las advertencias sobre sus resoluciones.

El Tribunal Superior de Justicia de Córdoba sostuvo, en un fallo judicial, que el principio de "claridad discursiva" es una “carga procesal” para las partes y un "deber funcional" para los magistrados. Aseveró también que si los jueces incumplen esta obligación corren el riesgo de que sus decisiones sean nulas.

La Sala Civil y Comercial del Alto Tribunal local, integrada por los magistrados Armando Andruet, Domingo Sesín y Mercedes Blanc de Arabel, señaló que la claridad discursiva es central para garantizar el derecho de defensa de las partes de un juicio y que "apunta a erradicar la ambigüedad y la vaguedad expresiva".

En particular, el Máximo Tribunal provincial manifestó que "sólo de cumplirse con el postulado de claridad se hace cognoscible el contenido de un argumento, de modo que es un requisito inexcusable para habilitar su ulterior inspección".

Esta doctrina del Máximo Tribunal provincial fue establecida en el marco de un caso en el que la Municipalidad de Villa María había sido condenada a pagar cierta suma de dinero a favor del actor y se inició un procedimiento de ejecución de sentencia.

Concretamente, en el marco de la ejecución de sentencia, se presentó una planilla de liquidación que fue impugnada por el Municipio. El juez de primera instancia confirmó esa liquidación, razón por la cual, la demandada apeló la decisión. El recurso de apelación fue concedido con efecto suspensivo.

Luego, y sin haberse resuelto el tema de la liquidación, la Cámara modificó la concesión de la apelación y la admitió sin efecto suspensivo. Entonces la Municipalidad presentó un nuevo recurso para cuestionar el efecto asignado a su impugnación.

Posteriormente, la Cámara dictó un proveído para dar trámite a una de las apelaciones promovidas. Sin embargo, este auto interlocutorio adolecía de oscuridad, y el Municipio no pudo determinar con claridad a cuál de las dos impugnaciones se le estaba dando trámite. Entonces promovió un recurso de casación que fue denegado.

Ahora bien, denegada la casación, la Municipalidad acudió mediante un recurso directo ante el Tribunal Superior. En esta instancia obtuvo una resolución favorable pues se admitió su impugnación extraordinaria y las actuaciones fueron reenviadas a la Cámara de origen para que tramite la apelación restante y emita un nuevo fallo, comprensivo de ambas apelaciones.

Primero, el Tribunal Superior cordobés indicó que "frente a la existencia de dos apelaciones en la Alzada, el principio clare loqui (claridad discursiva) imponía al Tribunal precisar, con la máxima claridad posible, cuál era el embate al que se le estaba dando trámite".

"Ello es así, máxime si se advierte que, existiendo dos apelaciones, una referida al auto que aprobaba la planilla y otra que impugnaba el cambio del efecto concedido respecto del anterior recurso, razones de orden lógico imponían tratar en primer término ésta, que perseguía la modificación del efecto, antes que aquella que hacía al fondo de la decisión", puntualizó el Alto Tribunal local.

Acto seguido, la Corte provincial señaló que "del repaso de lo acaecido en el proceso, se sigue que el Tribunal interviniente no ha sido lo suficientemente claro como para que el impugnante no cayese en una inescrutable situación de entender que la materia devuelta a la segunda instancia sólo comprendía la decisión de un solo recurso".

"El principio argumental impone a todos los sujetos intervinientes en el proceso un ineludible deber de ser claros al tiempo de asumir una determinada posición discursiva, de modo de aventar equívocos, anfibologías, o confusiones en sus destinatarios", precisó el Alto Tribunal de Córdoba.

"La explicación clara no sólo tiende a respetar principios basales del proceso, como son el de moralidad y buena fe procesal, sino que tiene raíces constitucionales por cuanto alcanza la defensa en juicio", enfatizó después la Corte cordobesa.

Asimismo, los vocales del Superior Tribunal provincial dejaron sentada la siguiente doctrina: "como derivación del principio clare loqui, una misma conducta –deber de claridad-, al tiempo que constituye una carga procesal para las partes, impone un deber funcional para el Tribunal".

Por lo tanto, el incumplimiento de ese deber genera consecuencias negativas para las partes y “para el órgano jurisdiccional podría implicar –en una contingencia- la anulación de la resolución que contiene el yerro, como también de aquellas que sean su consecuencia, desde luego, siempre que existiera –grave- afectación al derecho de defensa", concluyó el Tribunal Superior de Justicia de Córdoba.



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Diseño automotriz a propuesta de la Justicia



La Justicia Laboral admitió la acción civil de recolector de residuos que sufrió un accidente al caer del estribo del camión. El Tribunal condenó solidariamente a Covelia S.A., otra empresa que participó en la contratación del operario y a la ART.


La Cámara del Trabajo, con el voto de los magistrados Álvaro Balestrini y Roberto Pompa, responsabilizó en forma solidaria a las tres empresas codemandadas, -Covelia S.A., otra entidad que participó en la contratación del operario y la ART-, por el accidente incapacitante que sufrió un trabajador al caer a la calle desde el estribo de un camión recolector de residuos.

La Sala IX del Tribunal Laboral calificó al camión compactador de residuos de “cosa riesgosa” y afirmó que para lograr que las condiciones de trabajo fueran seguras para los operarios que se encargaban de la recolección, era necesario que estos rodados fueran “rediseñados”, haciéndose eco de la recomendación de un perito que intervino en la causa.

En el caso, un trabajador que operaba como recolector de residuos, sufrió un accidente incapacitante al caer a la calle desde el estribo del camión en el que viajaba parado para realizar sus tareas diarias. El hombre demandó a Covelia S.A., otra empresa que intervino en su contratación y también a la ART.

El juez de grado no admitió la acción civil promovida por el operario, lo que dio lugar a que éste último apelara la sentencia. El trabajador también cuestionó que no se hubiera condenado solidariamente a las tres codemandadas.

En primer lugar, el Tribunal de Apelaciones afirmó que correspondía revocar la sentencia de grado y, en consecuencia, “condenar solidariamente a las codemandadas”. Destacó también “la ausencia de elementos de juicio que corroboren la intervención de la culpa de la víctima en el nexo causal del infortunio”.

Asimismo, la Cámara del Trabajo indicó que el siniestro se había producido “por una cosa riesgosa”. “El puesto de trabajo del recolector de residuos ubicado de pie sobre el estribo trasero del camión compactador y asido con sus manos al pasamano de éste, es intrínsecamente de naturaleza riesgosa y peligrosa, por carecer de protección adecuada”, aseveró el Tribunal Nacional, abrevando en un informe pericial que formó parte de la prueba de la causa.

De este modo, la Justicia Laboral de Alzada sostuvo la procedencia de la acción por responsabilidad civil fundada en la aplicación del artículo 1113 del Código Civil, pues consideró que los camiones utilizados para la recolección de basura eran “cosas riesgosas” en los términos de esa norma.

En particular, el Tribunal fundó su calificación legal de los camiones compactadores en el informe que el perito técnico presentó, y haciéndose eco de sus dichos, aseveró que “para lograr condiciones seguras de trabajo en este puesto de recolector de residuos, deben rediseñarse los camiones y los recipientes con residuos domiciliarios, de modo tal que mediante brazos mecánicos laterales éstos tomen tales recipientes y los vuelquen en el interior del camión recolector”.

Entre tanto, con relación al resarcimiento pretendido por el actor, la Cámara de Apelaciones señaló que había que tener en cuenta “la magnitud de los daños padecidos por el accionante a raíz del infortunio” y aseveró que según el informe pericial médico se trataba de un trabajador joven con una “incapacidad de más del 80% de su total obrera”.

“La determinación de la cuantía del resarcimiento debe efectuarse en procura de una compensación plena del ser humano y su integridad física, psíquica y moral, tomando en cuenta que el valor de la vida humana no resulta apreciable tan sólo sobre la base de criterios exclusivamente materiales”, puntualizó la Justicia de Alzada.

Además, el Tribunal Laboral admitió la reparación por daño moral y, en particular, expresó que el infortunio había aparejado un “innegable padecimiento de índole moral, cuya procedencia sustancial no ha sido objeto de controversia en esta instancia”.

Por otra parte, respecto de la ART, la Cámara del Trabajo manifestó que ésta era “solidariamente responsable puesto que, en el marco de las condiciones del caso y dentro del marco de los deberes que tienen a su cargo las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo, en la especie surge la existencia de un nexo de causalidad adecuado ente el deber de control que pesaba sobre la aseguradora y el episodio por el cual reclama el actor”.

“La prueba producida en la causa resulta suficiente a los fines de acreditar la existencia de una relación o nexo de causalidad adecuado que permite establecer la responsabilidad de la aseguradora demandada como consecuencia del incumplimiento de un deber legal de vigilancia o previsión del cual se derivó la producción del daño a resarcir”, precisó la Justicia Laboral de Alzada.

Por lo tanto, la Cámara del Trabajo decidió revocar la sentencia de primera instancia y, en consecuencia, condenar en forma solidaria a Covelia S.A., la otra empresa contratista y a la ART, a pagarle al trabajador una suma de 420.000 pesos, más intereses, en virtud de los daños sufridos como consecuencia del accidente laboral.
 
 
 

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martes, 1 de noviembre de 2011

El papel del soporte informático en el desarrollo de un fideicomiso. Por Jorge R. Hayzus




De la misma manera que sucede con otros servicios financieros modernos, la utilización intensiva de las tecnologías de procesamiento de datos contribuirá a que estas operaciones adquieran la escala que tienen en los países desarrollados.

Tal vez fuera más difícil percibir la relación entre la informática y el fideicomiso si éste siguiese estando enmarcado en la definición que daba el Código Civil de un “dominio imperfecto” cuyo titular sólo tenía que pensar en “entregar la cosa” al cumplirse una condición o al vencer un plazo. La visión estática del fideicomiso prevaleció durante mucho tiempo, implicando para el fiduciario poco más que la obligación de guarda y conservación de un bien hasta que, llegado el momento, cumpla con transferirlo a la persona designada por el fiduciante.

Las cosas han cambiado. El concepto de propiedad fiduciaria está puesto ahora al servicio de un esquema contractual en el cual la persona que inviste dicha propiedad incorpora a su cometido los propósitos y las instrucciones formulados por el dueño de los bienes, al disponer de ellos con el fin de crear un interés económico a futuro en favor de terceros, designados como beneficiarios. Los bienes pueden ser de muy diversa índole, el plazo del fideicomiso puede ser extenso (hasta 30 años) y son exigentes los deberes impuestos por la ley al fiduciario. En la administración del patrimonio fideicomitido, éste tiene que desplegar la actividad propia del diligente hombre de negocios, usando de todos los medios aptos para realizar una gestión –a la vez atenta y prudente– en defensa del interés de los beneficiarios.


1. Formatos
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que el fideicomiso moderno se muestra en variadas aplicaciones, con virtudes propias que lo han consagrado como instrumento apto tanto para articular complejas relaciones de naturaleza típicamente comercial como para disponer de bienes con fines benéficos o testamentarios. En todos los casos, se perfila la posición del fiduciario como figura central de fideicomiso.

Ello es así porque la propiedad fiduciaria de los bienes configura con éstos un patrimonio separado, inmune al ataque de acreedores del propio fiduciario, del fiduciante que ya dispuso de ellos y de los beneficiarios que deben esperar a que les sean transferidos conforme a las previsiones del contrato.

El hecho primordial de que los bienes han sido aislados y sujetos a una finalidad predeterminada confiere a la gestión del fiduciario un carácter dinámico que a la vez se traduce en la obligación (inderogable) de rendir cuentas, por lo menos una vez al año y luego a la terminación del fideicomiso.


2. El soporte informático
En este contexto, se advierte la importancia de los medios informáticos en cuanto a facilitar el trabajo del fiduciario (que por algo es remunerado) desde el momento mismo en que se le transfieren los bienes con las formalidades legales establecidas para la transmisión de la propiedad, conforme a su naturaleza. A lo largo del tiempo, el patrimonio fideicomitido podrá evolucionar por la reinversión del producido de ventas, por aplicación de ingresos de rentas, por el desembolso de gastos e impuestos a cargo del fideicomiso. Cada evento requiere documentación y registro.

La entidad propia del patrimonio administrado por el fiduciario se ve “hacia adentro” en cuanto genera gastos y responde por impuestos; del mismo modo, se ve “hacia afuera” en cuanto los actos que realiza el fiduciario en carácter de tal no lo comprometen frente a terceros. Es entonces esencial mantener la separación, por lo menos a nivel contable, del activo del fideicomiso respecto de los bienes propios del fiduciario y de otros fideicomisos que esté administrando. Finalmente, las disposiciones que efectúe sobre la marcha el fiduciario en favor de beneficiarios según previsiones del contrato, deben también ser registradas en tiempo y forma, para salvaguardar la responsabilidad de aquél.

Dada la amplitud de criterio de la ley, que permite que “cualquier persona” sea designada fiduciario mientras así lo disponga el fiduciante y aquél acepte el cargo, es útil poner de manifiesto la necesidad de que el régimen de administración del fideicomiso esté en todos los casos fundado en los principios de contabilidad y asistido por los medios modernos de computación. Es una advertencia prudente para las personas que lleguen a ser llamadas, por razones de parentesco o de amistad, a desempeñar el cargo de fiduciario. Por otra parte, el requisito de una organización competente va implícito en los “fiduciarios que se ofrecen al público” en los términos de la ley y de las reglamentaciones de la Comisión Nacional de Valores. Y está en la naturaleza de las cosas si se trata de las entidades financieras que por ley pueden ser fiduciarios, o de las sociedades anónimas autorizadas e inscriptas como “fiduciarios financieros”.


3. Imprescindible
Un ejemplo ya probado en la Argentina es el de los fideicomisos financieros, creados al amparo de la ley 24.441, para la titulización de créditos (hipotecarios o comunes) y otros activos autoliquidables. El papel de la informática en estos casos es irreemplazable. En el caso de los centenares de préstamos hipotecarios que pasan a constituir una cartera titulizable, hay que empezar por emplanillar los vencimientos de cada uno y calcular el capital y los intereses contenidos en cada cuota.

De allí se procede a establecer el flujo de fondos de la cartera y el rendimiento atribuible a dos o más categorías de títulos. Y durante toda la vida de la cartera, son los registros computarizados los que permiten monitorear el cumplimiento de los deudores, recuperar atrasos, aplicar intereses punitorios y establecer el saldo de capital de deuda ante un evento de ejecución, mientras por el otro lado el régimen escritural de los títulos valores emitidos hace que los inversores acrediten sus tenencias, la transferencia de ellas y la percepción de rentas mediante constancias expedidas por ferencia de ellas y la percepción de rentas mediante constancias expedidas por computación.

La experiencia de otros países, como los Estados Unidos de América, indica que la utilización del fideicomiso, tanto para fines particulares como en el marco de operaciones de crédito o de inversión, ha corrido pareja con la existencia de entidades dedicadas profesionalmente a la función de fiduciario. Por ese camino se han creado organizaciones independientes y libres de toda sospecha de conflicto de interés, capaces de brindar una administración prolija y eficiente al grado necesario para que los honorarios que cobran sean razonables. Lo mismo han hecho muchas entidades bancarias. Sin extrapolar demasiado, cabría concluir que al igual que otros servicios modernos, como el de la tarjeta de crédito, el desarrollo del fideicomiso vendrá sostenido en la Argentina por la tecnología informática.

Causas de justificación. La legítima defensa. Por Carlos A. Bellatti




1. Introducción
El objetivo esencial de la teoría de la antijuridicidad consiste en el análisis de los requisitos y condiciones bajo los cuales una conducta típica resulta contraria al orden jurídico. Sin embargo, no hay que perder de vista que si bien la adecuación de la conducta a uno de los tipos legales formaría una suerte de presunción de lo ilícito penal, no configura aún la presencia de un injusto, puesto que la citada presunción de ilicitud se desvanece ante una normativa que permita la comisión de un hecho típico. En otras palabras, el hecho típico no resulta antijurídico frente a una causa de justificación que constituye un permiso que otorga el ordenamiento jurídico a fin de realizar el tipo legal. Como consecuencia de lo expresado, una acción típica es antijurídica en tanto no resulte amparada por una causa de justificación, que sin eliminar la tipicidad de la conducta no podría resultar contraria al ordenamiento jurídico, ya que su realización está amparada por él. De lo dicho se desprende la existencia de permisos o autorizaciones que concede el orden jurídico a fin de realizar una conducta prohibida u omitir un comportamiento impuesto por la norma. Estas autorizaciones constituyen, sin lugar a dudas, la base sobre la cual se asientan las causas de justificación.

2. Caracteres y fundamento de las causas de justificación
Ante todo pensamos que para realizar un análisis jurídico del tema como el que intentamos aquí, resulta imprescindible recordar algunas cuestiones básicas pero no por ello menos importantes. En primer lugar, es necesario tomar en cuenta que la función indiciaria de la antijuridicidad, propia de la tipicidad, cede ante la adecuación social. La cuestión se centra en el hecho de que un comportamiento típico es sólo el que está fuera del orden social. No participamos de la tesis que considera a los tipos abiertos como carentes de la función indiciaria de la antijuridicidad, pues entendemos que una vez adaptado un texto al tipo penal cierra el tipo, esto es, contiene los elementos necesarios a fin de indicar la antijuridicidad de la conducta. Dentro del marco aludido no podemos dejar de mencionar la teoría de los elementos negativos del tipo. Aunque con pocos difusores, la teoría indicada identifica “tipicidad” con “antijuridicidad tipificada”. En apretada síntesis, los seguidores de esta tesis afirman que en la composición del tipo convergen elementos positivos y negativos. Estos últimos consisten en la ausencia de causas de justificación, sobre la base de lo cual no cabría ninguna diferencia entre conducta atípica y justificada1.
Asimismo, la tarea de examinar la antijuridicidad sólo tiene razón de ser si ha quedado establecida la tipicidad de la conducta. Cabe, entonces, examinar el fundamento de este permiso o autorización que concede el orden jurídico para estos casos excepcionales. En el sentido expuesto, conceptuamos más que atinadas las palabras de Donna, quien enseña: “no es antijurídica la acción que constituye un medio adecuado para alcanzar el fin de la convivencia que el Estado regula”.Respalda esta afirmación una innegable realidad: el derecho es fundamentalmente una ordenación objetiva de la vida, que trata de regular la convivencia ordenada de los ciudadanos, por lo que, en principio y como excepción, otorga estos permisos a fin de evitar que se produzca la lesión o peligro de un bien jurídico que goza de su protección (así, la teoría de los bienes jurídicos). Por lo expresado, concluimos que toda causa de justificación contiene una autorización para la realización de una acción típica. Esta autorización o permiso abarca no sólo al autor de la conducta típica, sino que se extiende a los partícipes. Consideramos que para el obrar justificado es necesario tener conocimiento de las circunstancias que dan fundamento a la justificación, esto es, del elemento subjetivo de la justificación. En este marco, se hace necesario destacar la evolución de la doctrina científica en materia de justificación. En efecto, dentro de la evolución dogmática se ha cuestionado que la justificación tenga efectos generales. Por el contrario, se afirma que resulta imperativo distinguir la justificación general de la justificación penal propiamente dicha, consecuencia esta última del principio de proporcionalidad. Así, conforme esta visión, en el derecho penal tendría que aceptarse como causa de supresión de la ilicitud penal aquellos casos en los que, aunque el hecho no resulta conforme al orden jurídico, su antijuridicidad no reviste una gravedad proporcionada a la proyectada para legitimar la utilización de los efectos jurídicos ajustados al derecho penal.

3. La legítima defensa. Fundamento
La doctrina moderna fundamenta la defensa necesaria en dos pilares, a saber: la protección del individuo y la necesidad de que prevalezca, ante todo, el orden jurídico. En palabras de Bacigalupo, “el derecho no necesita ceder ante lo ilícito”. Esta facultad reconocida en la actualidad por el derecho vigente, deviene de reciente evolución. Respecto de la proyección histórica del instituto, creemos puede resumirse así. El Código llamado La Carolina otorga un derecho limitado a la defensa necesaria en el caso de que se trate de agresiones con armas a la vida o a la integridad corporal. Más tarde este derecho se va extendiendo a la defensa de otros bienes jurídicos, siempre dentro de los límites de la proporcionalidad. Recién en la época de la Ilustración se admitió la defensa necesaria frente a toda agresión antijurídica. Para una definición de lo que se entiende por legítima defensa, de la variedad que ofrece la doctrina científica tomamos palabras de Jiménez de Asúa, quién señaló que “la legítima defensa es repulsa de la agresión ilegítima, actual o inminente, por el atacado o tercera persona, contra el agresor, sin traspasar la necesidad de la defensa y dentro de la racional proporción de los medios empleados para impedirla o repelerla”.

4. La agresión
Ante todo, se trata de repeler la amenaza de un bien jurídicamente protegido. Los autores, en general, se refieren a la necesidad imperativa y limitativa de la conducta humana como única idónea para la amenaza del bien jurídico. Si bien esto parece una obviedad, puede despertar algún interés el caso de las personas jurídicas. En contra de una opinión extendida en el derecho privado –de la misma manera que en el derecho penal anglosajón, donde el corporate crime acepta la responsabilidad criminal de estos entes– entendemos junto con la mayoría de la doctrina que las personas jurídicas son incapaces para actuar en el derecho penal –societas delinquere non potest–, al menos dentro de este marco. Juzgamos que no se puede actuar en defensa necesaria frente a la agresión de una sociedad anónima. Sin embargo, somos concientes de la existencia de ese derecho en el caso de que se tratara de uno de sus integrantes; en este supuesto se mantiene intacto el derecho de repeler actos antijurídicos. Particular atención merece la agresión producida por la conducta de un incapaz de culpabilidad. En el caso, alguna parte de la doctrina no duda en apreciar la posibilidad de una limitación en el ejercicio del derecho de defensa, por lo que el agredido debería utilizar todos los medios a su alcance a fin de eludir la agresión, antes de hacer uso de ese derecho.
En principio compartimos esta limitación, aunque con diferente fundamento, y sostenemos que el principio de racionalidad del medio empleado, juntamente con el de necesidad de defensa, es útil a fin de dar sustento en todos los casos al derecho de repeler la agresión. Lo contrario conduce a una teorización que no condice con la función de protección del individuo que en este marco debe cumplir el derecho. En conclusión, hallamos válida la defensa legítima cuando la agresión proviene de un inculpable. Roxin trae un ejemplo en este sentido: “si una persona resulta agredida por unos adolescentes pendencieros, está indicado a efectos preventivos generales reconocer su defensa como legítima, el agredido no puede saber si posteriormente en el transcurso del proceso penal se les reconocerá o no a los jóvenes la madurez moral y espiritual precisa para su responsabilidad, y por tanto ha de ser indiferente para su derecho de legítima defensa”. Por esto, afirma el mismo autor que “la legítima defensa debe afirmar su derecho frente al injusto y no sólo frente a la culpabilidad”.
No constituye una agresión antijurídica la tentativa inidónea, en función de la ausencia de necesidad de protección. En contra, Jakobs equipara el peligro aparente provocado imputablemente por la víctima de la intervención, al de una agresión real.
Cabe destacar, respecto de la antijuridicidad de la agresión, que ella debe suponer necesariamente tanto un desvalor de acción como un desvalor de resultado, por lo que si la agresión resulta amparada por una justificante, no estará presente ni el desvalor de acción ni de resultado.
De lo precedentemente expuesto deducimos la imposibilidad de recurrir a la legítima defensa en los casos de estado de necesidad justificante, ni tampoco cabe en caso de que resulte la agresión amparada por el consentimiento. En fin, en todos los casos en que se encuentre ausente el desvalor de acción y de resultado en la agresión. Enseña Zaffaroni que resulta de vital importancia para juzgar la agresión como antijurídica, el hecho de que afecte bienes jurídicos sin derecho. Continúa expresando este autor que “la exigencia de antijuridicidad de la agresión no implica en modo alguno la de su tipicidad, ya que la antijuridicidad puede emerger de cualquier parte del orden jurídico”.
Se debate en doctrina si corresponde considerar la omisión propia como una agresión posible de legítima defensa. Roxin plantea el supuesto del automovilista que se niega a llevar a un centro de asistencia a la víctima de un accidente, y se pregunta si se lo puede obligar a golpes. En este punto la doctrina está dividida: un sector entiende que la omisión propia puede ser positivamente creadora de daño al derecho ajeno; por su parte, el catedrático de Munich adopta un temperamento moderado al resolver el planteo y afirma que “se puede emplear una violencia mesurada en el caso del automovilista para salvar al accidentado, empero la misma se regirá por los principios de ponderación del estado de necesidad”. Respecto de esta cuestión, la doctrina argentina clásica entendía que la agresión debía necesariamente consistir en la utilización de vías de hecho. Por oposición, hoy es mayoría la doctrina que acepta que la agresión puede consistir tanto en una comisión, como en una omisión, aunque en verdad se le otorgue mayor posibilidad a la eventualidad de agredir mediante omisión impropia, criterio que compartimos.
En lo que hace al requisito de que se trate de una agresión actual e inminente, no merece mayores comentarios. Sólo basta precisar que al terminar la agresión se extingue el derecho de defensa.
Por lo demás, la locución “agresión actual”, revela que ésta se está llevando a cabo o prosigue. La inminencia se refiere a la cercanía respecto del momento en que da comienzo la agresión.

5. La racionalidad del medio
Otro aspecto a subrayar es el referido a la racionalidad del medio empleado en el supuesto. Dice con acierto Nino que se trata de una comparación de las diferentes actividades, no de comparar los diferentes instrumentos que utiliza el agresor con los utilizados por el agredido2. Se trata, entonces, de ponderar todas las circunstancias concurrentes en el caso dado.
Diferente posición adopta Zaffaroni, para quien la racionalidad representa sólo un correctivo que cumple la misión de limitar la defensa.
De claridad meridiana resulta el pensamiento de Rivacoba y Rivacoba, cuando afirma que “el requisito de racionalidad fue entendido en el sentido de que no se debe proceder con rigor en la aplicación de la eximente, no ha de exigirse una proporción exacta y matemática entre el ataque y la defensa, ni debe perderse de vista la situación subjetiva del defensor”. Por último, agrega el autor que “el concepto de necesidad racional debe ser apreciado por los tribunales, lo que sólo ellos pueden oportunamente calificar”.
Vinculado a la cuestión surge el tema referido a la necesidad de defensa. La tesis ha merecido el análisis del BGH –GA 1956,49–, quien ha expresado: “el defensor debe elegir de entre varias clases de defensas posibles aquélla que cause el mínimo daño al agresor, pero no por ello tiene que aceptar la posibilidad de daños a su propiedad o lesiones en su propio cuerpo, sino que está legitimado para emplear como medios defensivos los medios objetivamente eficaces que permitan esperar con seguridad la eliminación del peligro”. Participamos del pensamiento de la moderna doctrina para la que el principio de que el derecho debe prevalecer ante todo hace que ceda la proporcionalidad, y esto es así en función de la absoluta preeminencia del derecho frente al injusto.
No se pretende en lo más mínimo exacerbar la cuestión a límites insospechados. Por el contrario, somos concientes de la existencia de parámetros éticos, ante los cuales se precisa de una cierta proporcionalidad. Así, sin llegar a cuestionar la necesidad, vislumbran la posibilidad de cierta proporcionalidad. De lo expuesto surge que ante todo es ajustada a derecho la idoneidad de la defensa, sin que por ello se utilice el medio más benigno posible, siempre y cuando permita obtener una defensa eficaz para el o los bienes jurídicos del agredido.

6. Bienes objeto de defensa 
No plantea debate alguno considerar como defendibles todos los bienes jurídicos, al menos en principio. Tampoco se exige exclusivamente la tutela penal de los bienes que pueden dar lugar a defensa necesaria. En otras palabras, es suficiente que se trate de un bien protegido por el derecho, con lo que queda absolutamente a salvo su legitimidad, sin que imperiosamente deba resultar resguardado por el ordenamiento jurídico penal. No compartimos el criterio mayoritario en el sentido de no tolerar la legítima defensa del Estado. Por el contrario, sostenemos con Zaffaroni su viabilidad, no sólo en la defensa de derechos subjetivos del Estado, sino en lo que tiene que ver con su subsistencia misma. No deja de resultar acorde con las legislaciones de América latina el planteo de Soler, quien sostiene que la cuestión a resolver no consiste en sintetizar algunos bienes para luego declarar la necesidad que sean defendidos, sino en la proporcionalidad, necesidad o racionalidad de la defensa. Señala este autor que “en los países latinos prospera el criterio según el cual esa proporcionalidad no debe referirse solamente a la gravedad del ataque, sino también a la naturaleza e importancia del bien que se tutela. Es verdad que, en principio, ‘nadie puede ser obligado a sufrir un daño injusto por el solo hecho de que éste sea resarcible’; no se trata de sancionar semejante principio sino de optar entre dos males, a objeto que la grave facultad de tutelar privadamente los derechos corresponda a un motivo realmente grave; entiéndase bien, siempre que la evitación de un pequeño mal solo pueda lograrse con una medida extrema. Es perfectamente posible que un sujeto no tenga más posibilidad de impedir que en carnaval lo mojen, sino apelando a sus armas; pero, ¿quién juzgaría que hirió o mató en legítima defensa? ¿Quién dudaría, en cambio, que obra en legítima defensa si sale del paso con unas cuantas palabrotas intimidantes o injuriosas?”3.
Resalta de las afirmaciones del maestro su alejamiento de la corriente de pensamiento alemana, en la que la medida de la reacción estaba dada por la gravedad del ataque. En otras palabras, el bien jurídico, cualquiera sea, podía ser defendido, si no existiera otro medio para hacerlo, incluso con la muerte del agresor. Para dar sustento teórico a esta afirmación, la doctrina había recurrido a la distinción entre la defensa necesaria y los casos que pueden considerarse como una molestia, en los cuales no está presente el estado de necesidad.

7. La falta de provocación
La falta de provocación suficiente de parte del defensor nos coloca en la posibilidad –que buena parte de la doctrina reconoce– de aceptar el llamado “exceso en la causa” y el pretexto de legítima defensa.
Sin embargo, no podemos dejar de hacer notar la confusión que ha generado el tratamiento de esta cuestión. Tanto es así que en los últimos proyectos de reforma del Código Penal argentino se ha propuesto suprimir este requisito del texto legal –el que ya ha sido eliminado de algunas legislaciones, como la ley de Costa Rica–. En pocas palabras, la mayor dificultad reside en lo complejo que resulta escindir la falta de provocación de la agresión ilegítima.
Jiménez de Asúa fue quien identificó este requisito de falta de provocación con el hecho de que quien se defiende no debe, a su vez, haber desencadenado una agresión ilegítima que determine la reacción de la víctima (sin embargo, este autor más tarde se retractó).
En este orden de ideas resulta paradigmática la opinión de Soler. En efecto, el destacado jurista argentino no acepta la tesis de identificar la falta de provocación suficiente de quien se defiende, con la agresión ilegítima anterior de éste. Dice al respecto que esta tesis presenta la deficiencia de interpretar el art. 34 del Cód. Penal exactamente de la misma forma en que habría de ser interpretado si el ap. c del inc. 6° no existiera, y como si, en otros códigos, los únicos requisitos de la legítima defensa fueran los dos que la doctrina reconoce (agresión y necesidad), puesto que consideran
que provocación suficiente no quiere decir otra cosa que agresión.
En consecuencia, en palabras del autor citado, para hacer lugar a la justificante es necesario que el defensor, además de no haber sido agresor, no resulte provocador.
De la misma manera, enseña Soler que no resulta correcto afirmar que siempre que haya habido provocación no puede haber defensa necesaria. Será imprescindible que sea suficiente, no a efecto de justificar la reacción de quien se defiende, sino para excusarla. Es el caso de quien habiendo provocado suficientemente la agresión, repele una reacción en exceso del provocado.
En este orden de ideas, pensamos que no resulta desacertado en principio interpretar el requisito de falta de provocación suficiente como excluyente de la defensa necesaria, cuando hubo una agresión ilegítima preliminar del defensor.
También entendemos que la legislación argentina niega la autorización de defenderse a quien ha resultado ser el provocador de la agresión. Nadie está obligado a soportar lo injusto, pero siempre que no haya provocado la reacción al injusto del otro con su propio proceder, esto es, con provocación suficiente, en función de que el derecho desvalora esta conducta de forma tal que hace caer el derecho de legítima defensa.
En relación con la suficiencia de la provocación, afirma Zaffaroni que ésta dependerá de dos caracteres, uno positivo y otro negativo. El carácter positivo está dado por la previsibilidad del desencadenamiento de la agresión, es decir, la posibilidad de prever que la conducta se convierta en motivadora de la agresión en forma determinante. Luego agrega que esta previsibilidad debe estar dada de modo tal que la más elemental prudencia aconseje la evitación de la conducta. El carácter negativo de la suficiencia, continua el autor, deriva también de su propio fundamento. La suficiencia de la provocación es un criterio ético-jurídico que excluye del ámbito de la justificante la conducta que se muestra inadecuada para la coexistencia, en forma tal que hace cesar la equidad del principio de que a nadie se le puede obligar a soportar lo injusto.
Dentro de este marco de referencia, consideramos acertado resaltar que a fin de ponderar lo suficiente de la provocación no cabe la posibilidad de fijar un catálogo de pautas genéricas, puesto que precisa de la valoración del caso concreto que deberá juzgar el sentenciante. Por lo demás, compartimos el pensamiento de Zaffaroni, quien afirma que no se puede hablar de exceso en la causa. El exceso en las eximentes no debe confundirse con el esquema de eximentes incompletas del Código español. En consecuencia, no puede compararse el sistema de las eximentes incompletas como atenuantes de este último código, con el art. 35 del Código Penal argentino, que dice: “El que hubiere excedido los límites impuestos por la ley, por la autoridad o por la necesidad, será castigado con la pena fijada para el delito por culpa o imprudencia”.
En la legislación española constituye un requisito específico de la defensa legítima la falta de provocación suficiente –art. 20, punto 4–.
Ahora bien, una corriente que bien podemos considerar dominante entiende que este requisito no resulta fundamental, ya que si éste es el único que no está presente, cabe la posibilidad de la atenuación de la eximente incompleta.
De este modo, viene a colación el pensamiento de Luzón Peña, quien afirma que concurre provocación suficiente cuando ella hace desaparecer la necesidad de defensa del derecho por el provocador, lo que a juicio del autor sólo puede acaecer en la riña mutuamente aceptada o el duelo. En tal caso, los participantes renuncian a la protección del orden jurídico, por lo que no pueden aparecer legitimados para defenderlo. Consecuentemente, de los casos que cita el autor está ausente tanto la provocación suficiente, como la necesidad de defensa. Asimismo, entendemos que cualquier interpretación de esta regla excluiría de la defensa necesaria la llamada provocación intencional, es decir, la que produce el sujeto con el fin de determinar la agresión de parte del provocado y así actuar en defensa propia. En casos como el reseñado, la doctrina alemana excluye la posibilidad de legítima defensa justificante.
Esta y otras cuestiones, que merecerían un tratamiento pormenorizado que excede con creces el objetivo propuesto en el presente trabajo, nos llevan a considerar que la expresión “provocación suficiente” podría sin desmedro de los textos legales ser reemplazada por “provocación adecuada”.
Recurrimos al Tribunal Supremo español, cuando exige la adecuación de la provocación en orden a explicar la reacción mediante la agresión.
En este sentido, un sector de la doctrina sostiene que la provocación excluye la defensa legítima si es justa la reacción, es decir, debe resultar una agresión ilegítima que habilite como defensa necesaria la reacción del provocado.
En España se rechaza la defensa necesaria si la provocación es imprudente. En el caso de ser intencional, se niega la eximente incompleta.
Muñoz Conde se refiere al tema en análisis de esta forma: respecto de la falta de provocación suficiente de parte del defensor, una interpretación estricta del requisito puede llevar a la injusta conclusión de que cuando la agresión es consecuencia de una previa provocación del que luego se defiende de ella, en ningún caso cabe apreciar la legítima defensa. Juzga el autor citado que tal interpretación podrá conducir a una pura responsabilidad por el resultado, si se niega toda posibilidad de defenderse a quien ciertamente provocó la agresión.
Continua diciendo que el Código habla de provocación suficiente, y de acuerdo con una correcta interpretación de esta expresión, habrá que entender que sólo cuando la agresión es la reacción normal a la provocación de que fue objeto el agresor se podrá denegar la legítima defensa.
En conclusión, sostenemos –completando nuestro argumento– que el derecho de defensa necesaria, para repeler un ataque antijurídico, no se le debe negar al autor por el solo hecho de haber provocado el ataque. Si bien en este caso sus medios de defensa resultan estrictamente limitados, corresponde que se adopten medidas estrictas a fin de evaluar la necesariedad del medio empleado cuando el ataque resulta provocado por el propio autor.

8. La defensa de terceros
La principal consideración que corresponde formular en este apartado tiene base legislativa. En efecto, como quedó dicho, en la defensa propia la exigencia pasa por la falta de provocación suficiente de parte de quien se defiende, en tanto en la legítima defensa de terceros este requisito cede, en cuanto puede existir provocación suficiente de parte del agredido, empero necesariamente debe ser ajeno a ella el defensor. En otras palabras, el tercero defensor no debe haber participado de la agresión.
Resulta controvertida la tesis relativa a la defensa del Estado. Por nuestra parte, creemos factible situarla en el cumplimiento de un deber, más que como un caso de defensa legítima.
De este modo, la doctrina moderna distingue entre la defensa de la existencia del Estado y la de su régimen político. Con relación a la primera, se tolera la defensa necesaria; en relación con la defensa del régimen político, se traduce la justificante como el cumplimiento del deber que corresponde a los mismos funcionarios.
Autores como Zaffaroni admiten la posibilidad de que cualquier ciudadano intervenga en legítima defensa a fin de proteger el sistema democrático de gobierno.
El Código argentino se distanció de otros que en su momento distinguían entre defensa de terceros y de los parientes. Así, el hoy derogado art. 8° del Código español en su inc. 5° establecía los requisitos exigidos para la defensa de la persona o derechos del cónyuge, ascendientes o hermanos, de los afines y consanguíneos hasta el cuarto grado civil.
En rigor, en estos casos se suprimía el requisito de que no haya mediado provocación suficiente, requiriéndose además que la acción defensiva no resultase producto de venganza o cualquier motivación ilegítima.
Es importante señalar que la ley argentina excluye la situación en la que ha precedido provocación por parte del agredido, de la que ha intervenido el tercero defensor.

9. El exceso en la legítima defensa
Si en el curso de su acción el agente emplea una metodología que exceda el marco de la necesidad, es decir, extiende su accionar mas allá de lo tolerado para encuadrar en la justificante, se habrá procedido con exceso de defensa necesaria.
Distinto es el caso en que el autor yerre en la necesidad de la acción defensiva, ya que en este marco la defensa es antijurídica y aquél se encuentra, entonces, en un error de tipo permisivo –legítima defensa putativa: el agente cree erróneamente que concurren los presupuestos objetivos de la defensa necesaria–.
El Tribunal Supremo español diferencia la legítima defensa putativa y el exceso putativo de legítima defensa. En el primer caso, existiría una suposición errónea del autor en cuanto a la concurrencia de los requisitos de la eximente; en el exceso putativo hay sólo una creencia errónea sobre la necesidad defensiva. Para nosotros, el trato que merece la legítima defensa putativa es el del error sobre los presupuestos típicos de una justificante, considerando que en este caso excluye el dolo. Si el error es vencible, habrá imprudencia; en caso de no serlo, la acción es impune (teoría del dolo).
Parte de la doctrina considera que todo error sobre una causa de justificación será un error de prohibición, que solo atenúa o excluye la culpabilidad según se trate de error vencible o invencible –teoría estricta de la culpabilidad–.
En la legislación argentina no quedan dudas en cuanto al marco en que se puede considerar el exceso de una conducta. Así, el art. 35 del Cód. Penal se refiere al que hubiera excedido los límites impuestos por la ley o por la necesidad.
Por lo expuesto, queda claro que para poder hablar de exceso el autor de éste debe haber actuado amparado por una justificante. Esto significa que su obrar al inicio fue legítimo, excediendo en el curso de su accionar esa misma legitimidad con la que comenzó a obrar.
De aquí que para poder hablar de exceso en la legítima defensa resulta esencial que haya habido legítima defensa.
Continuando con el análisis y conforme quedó dicho, en la legislación argentina el exceso resulta culposo. Idéntica solución propone la legislación italiana –art. 50– que resulta antecedente directo del art. 35 del Cód. Penal nacional.
En general la doctrina clásica sostiene que el exceso da lugar a una causal de atenuación o exclusión de la culpabilidad, dejando incólume la antijuridicidad del obrar.
Dicha conclusión ha originado un debate en torno al grado de antijuridicidad. Al respecto, Nino señala que la antijuridicidad no es una propiedad del tipo sino que puede darse en diferentes grados. Puede, entonces, una acción ser antijurídica, pero en grado menor que cuando se trata de una acción que causando el mismo daño no previene ningún mal.
Esta disminución de la antijuridicidad no depende de ningún estado mental del sujeto, y ni el temor ni el error son aquí relevantes, puesto que la antijuridicidad de una acción es puramente objetiva en un sistema penal liberal. Dado que la magnitud de la pena que se adscribe a una clase de acciones depende de su grado de antijuridicidad, la disminución de ésta respecto del caso que se toma como patrón implica necesariamente una atenuación de la pena.
Es clave en este punto examinar el por qué de la naturaleza culposa del exceso, tal como lo venimos haciendo. Con el mismo objetivo expresan Laje Anaya y Laje Ros que es acertado decir que el daño causado fuera de lo que dispone el ap. b del inc. 6° del art. 34 del Cód. Penal, que se refiere al exceso en la racionalidad del medio empleado para impedir o repeler la agresión, es ilícito, pero no es correcto ni mucho menos sistemático sostener que subjetivamente ese daño proviene de un obrar doloso. En todo caso, porque el sistema lo impone, habrá que ver si la culpa queda descartada.
Si se dan las condiciones jurídicas para tenerla y para aceptarla, porque se dan las condiciones del sistema normativo, la imputación no deberá subir de grado. Una cosa es pasar el límite de la justificante y entrar por ello en el exceso, y otra sobrepasar los límites del exceso.
Una cosa es ignorar el verdadero estado de las cosas por una negligencia culpable, y otra es obrar a sabiendas y con la intención de dañar los derechos de otro.
En síntesis, es culposo el obrar del agente que en legítima defensa causa un resultado que bien puede ser lícito, pero deviene antijurídico al final.
Los autores fundamentan lo culposo del exceso en la defensa necesaria, como consecuencia de que quien actúa legítimamente en defensa de su persona o de sus derechos produce un resultado que finaliza siendo antijurídico.
Zaffaroni lo expone con meridiana claridad: es menos antijurídica la acción que comienza siendo justificada y pasa a ser antijurídica, que aquella que comienza y concluye siendo antijurídica.
Cuadra destacar que en el supuesto existe menor desvalor de resultado y con él un menor contenido de antijuridicidad, que fundamenta la punibilidad asimilada al delito culposo.
Ya hemos visto que en la legislación argentina –art. 35, Cód. Penal– el exceso se resuelve en la culpa. El Código Penal no prevé expresamente ninguna forma de exceso impune, a pesar de lo cual compartimos el criterio generalizado en doctrina en el sentido de sostener que, si la ley no prevé la figura culposa, la acción excesiva deviene impune.
Por otro lado, si la acción excesiva quedara impune por ausencia de culpabilidad, estaríamos frente a una causal de exculpación.
Así las cosas, cabe tener presentes los pilares sobre los cuales se sustenta el exceso en la legislación alemana. Para dilucidar tal cuestión debemos buscar apoyo en el § 33 del StGB alemán: “Si el autor excede los límites de la legítima defensa por confusión, temor o miedo, entonces no será castigado”. Se desprende del articulado que la extralimitación de la legítima defensa debe ser por causa de confusión, temor o miedo, a efecto de no resultar aplicable el castigo. Consecuentemente, de los efectos que se desprenden del parágrafo citado pensamos que es correcto considerarlo una causa de exculpación.
Lo tratado en el último punto no debe detenerse allí, aunque no aspiramos a concluir in totum el planteo. Cabría entonces esbozar algunas consideraciones adicionales. En primer lugar, si con relación a la normativa transcripta se busca la impunidad no advertimos el por qué de su limitada aplicación a supuestos de defensa necesaria – exceso fundado en miedo o confusión–, sin extenderlo a los casos de exceso en el estado de necesidad. Además, si tenemos el § 33 del StGB como causal de exculpación, nos preguntamos si no nos alcanza con el § 20 del mismo cuerpo legal, sin necesidad de recurrir al primero de ellos –Schmidhauser–.

10. El elemento subjetivo en las causas de justificación
La temática que abordamos en este apartado nos sitúa frente a una de las problemáticas más trascendentes, como resulta la aceptación o rechazo de parte de la doctrina de un aspecto subjetivo común a todas las justificantes.
Es cierto que a comienzo del siglo pasado de la regla general resultaba una sistemática caracterizada por lo puramente objetivo de las justificantes, que en una suerte de excepción podía exigir la presencia de un componente subjetivo a fin de resultar eficaz. Esta corriente ha venido de la mano de Mezger, quien en 1924 produjo un importante trabajo sobre los elementos subjetivos del injusto con este esquema, que bien podría considerarse de regla-excepción.
La cuestión se modifica sustancialmente a partir de Von Weber, con quien por vez primera se intentará esbozar una tesis con el elemento subjetivo de justificación en todos los –llamados por el finalismo– tipos permisivos.
En la actualidad, una corriente minoritaria sostiene que la problemática se centra en la causa de justificación en particular, aceptando, como quedó dicho, que las causas de justificación se tratan de forma objetiva.
De este modo, las causas de justificación cumplirían su objetivo y resultarían eficaces con total independencia de que el agente se percate o no de su existencia.
Por otro lado, un sector de la doctrina casi absolutamente mayoritario sostiene la necesidad de un componente subjetivo para las causas de justificación en general.
Así, será necesario un componente subjetivo de justificación de carácter genérico y exigible en todo permiso, a fin de obstaculizar el desvalor de acción propio de la conducta típica.
De los argumentos esgrimidos se desprende nuestra posición. En efecto, sostenemos que el autor no actúa justificadamente sin el componente subjetivo que en la legítima defensa se resuelve en tener la voluntad de defensa. La doctrina no es conteste a la hora de fundamentar los elementos subjetivos de justificación. La cuestión merece particular importancia en función de las consecuencias jurídicas que devienen de las diferentes tesis. La doctrina alemana casi unánimemente proclama la necesidad de alinear la problemática, formulando un paralelismo con una determinada concepción del injusto. Así, tanto al desvalor de acción como al desvalor de resultado son equivalentes en el momento de la justificación a un valor de acción y de resultado. En otras palabras, el rol que se le asigne tanto al desvalor de acción como al de resultado tendrá una ingerencia directa sobre el componente subjetivo de justificación. De tal forma, la situación de hecho debe ser conocida por el autor. Esta tesis se vincula estrechamente con la concepción del llamado “injusto personal”. Ésta es seguida por buena parte de la doctrina española, que a partir de una concepción del injusto personal resalta la concurrencia de un componente subjetivo en las causas de justificación en general. En el mismo sentido se perfila la doctrina alemana que casi unánimemente afirma la existencia de un elemento subjetivo en todas las causas de justificación. Contra esta posición, la doctrina italiana de un modo razonablemente pacífico asigna un carácter puramente objetivo a las causas de justificación, sobre la base de considerar que éstas funcionarían con total independencia de que el agente se percate o no de su existencia.
Encuentra esta tesis su fundamento en la propia legislación –art. 59, Codice Penale: las circunstancias que excluyen… la pena se valoran a favor del agente, incluso si no las conoce o por error las considera inexistentes–.
Por otra parte, la doctrina es prácticamente unánime en rechazar la posibilidad de justificar totalmente al autor que procede sin voluntad de justificación. De allí que un sector estime que la única solución posible sería el tratamiento de estos casos como delitos consumados, ya que el autor procedió dolosamente en la producción del resultado típico.
Sin embargo, es justo señalar que en la doctrina penal más reciente se afirma la tesis que vincula el elemento subjetivo de la justificación con la punición de la tentativa. La afirmación se sustenta sobre la base de que estamos en representación del ilícito, pero éste está objetivamente atenuado, por lo que estamos en presencia de tentativa, en virtud de la oposición al mandato dado por el orden jurídico que caracteriza a la tentativa inidónea.
De esta manera, se proyecta la punición a título de tentativa de quien actúa con desconocimiento de una situación justificante poniendo en peligro o afectando bienes jurídicos.
Sobre la base de las consideraciones precedentes, no advertimos obstáculo alguno a fin de aplicar este esquema al derecho argentino. La razón se centra en la punibilidad de la tentativa inidónea –art. 44 in fine, del Cód. Penal–. Igualmente cabría pronunciarse respecto del derecho positivo español que opta por la punibilidad de la tentativa inidónea.





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1 Para ampliar, ver Zaffaroni, Tratado de derecho penal. Parte general, t. III, p. 207.
2 Nino, La legítima defensa.
3 Soler, Derecho penal argentino, t. I, p. 445 y 446.



Bibliografía:

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