1. Introducción
Ya en otras oportunidades hemos tratado el tema de las responsabilidades inherentes y tangenciales al parto1, un hecho que parece negarse a ser caratulado como médico. Durante milenios estuvo terminantemente excluido del terreno de la ciencia de Hipócrates, y reservado a comadronas expertas, a veces vecinas con buena mano, otras, verdaderas especialistas de cuño profesional. En ese orden, digámoslo de paso, la filosofía universal nunca les estará a estas últimas lo suficientemente agradecida. La madre del gran Sócrates era una de ellas y su vástago, al parecer, nunca dejó de repetir que su famoso método dialéctico no era otra cosa que llevar al terreno de las ideas y los conceptos las técnicas de su progenitora. Por eso, lo denominó “mayéutica”, de maieytiké, lo relativo a la tarea de las parteras.
Ya en la centuria pasada la intervención en los partos tendía a ser compartida por las comadronas y los médicos, si bien estos últimos muy tímidamente y sólo de un modo paulatino2. En principio, el galeno era convocado únicamente en caso de extrema necesidad, cuando la partera lo creía conveniente. Aun bien avanzado el siglo XX, y en centros urbanos importantes de la Argentina (al igual que en países más desarrollados), se seguía practicando el alumbramiento en el domicilio de la parturienta, si bien ya con la presencia del médico (a menudo el de cabecera, no un especialista). Sólo en las últimas décadas se instauró la costumbre de la internación, del empleo de la sala de partos, y el nacimiento fue objeto de una verdadera revolución tecnológica, que reemplazó la olla de agua hirviendo con paños limpios por la asepsia del quirófano y las mangas subidas por el barbijo y la indumentaria quirúrgica. Pero se dio una verdadera paradoja. Mientras la sala de partos y sus adyacencias (preparto, neonatología, etc.) se constituían en verdaderos baluartes de la tecnología más avanzada, sofisticada y compleja, remarcando el carácter médico de ese acto, a todo el resto del entorno (sanatorio, habitaciones, etc.) se trató de dotarlo de un aura de hotelería. Uno no puede dejar de preguntarse si, en el fondo, no se ha buscado una especie de “retorno al hogar”, de vuelta al parto en casa, recreando en la clínica una atmósfera extrahospitalaria. Paralelamente, corrientes acordes con la cosmovisión ecológica y naturista desarrollada desde los años sesenta, han reaccionado contra el frío rigor de los alumbramientos modernos, planteando alternativas tales como el parto acuático, el parto sin dolor, etc., respaldadas por algunos galenos. Hoy se tiende a mantener el nivel de tecnología y asepsia del parto moderno, pero aceptando, en la medida de lo posible, elementos que morigeren su frialdad. Por ejemplo, se insiste en la presencia activa del padre, a quien incluso a veces se le llega a ofrecer, si todo anda bien, que reciba la criatura, o hasta que corte el cordón umbilical. Algunos profesionales trabajan con música suave, barroca o new age, para matizar el ambiente. Otros reducen drásticamente la magnitud de las luces en el momento en que asoma el niño. La costumbre remota (tal vez romana, pero documentada desde la Edad Media) de alzar por las piernas al recién nacido y golpearlo hasta que emitiese su primer gemido, se ha abandonado por su absoluta inutilidad y su gratuito salvajismo.
Todas estas circunstancias han contribuido a hacer del parto un hecho médico muy particular, que requiere criterios de análisis muy específicos y propios. Agreguemos que en este terreno, más aún que en muchos otros del campo galénico, se hacen evidentes las diferencias económicas. En el Gran Buenos Aires coexisten a escasa distancia clínicas de maternidad con canchas de paddle y restaurantes con chefs de renombre, y hospitales públicos donde varias parturientas deben compartir la misma cama, y en muchos se pide a los padres que se abstengan de ingresar a la sala de partos por razones de higiene y de carencias materiales.
En nuestro país hay vastas regiones en las cuales todavía las mujeres paren en sus casas, o hasta en pleno trabajo, en los campos, los quebrachales o los largos caminos, ayudadas por una vecina, una parienta o solas. A menudo, llegan al hospital horas después del alumbramiento para pedir que les corten el cordón umbilical, ya colapsado naturalmente, y que revisen a la criatura. Esa es nuestra realidad, nos guste o no. La colla jujeña que se agacha y da a luz es tan argentina como la descendiente de irlandeses que elige el sanatorio por la comida que sirven y la comodidad de las habitaciones. El parto, patrimonio normal de la mujer, no es igual para todas las mujeres. Ni para los obstetras.
Otra paradoja radica en que, mientras el entorno sanatorial tiende a “desmedicalizarse” todo lo posible y a tratar de generar el menor “efecto hospital”, y los tribunales, en lo que adelantemos que nos parece un error severo, caratulan al parto de absolutamente seguro y consideran la obligación del obstetra como de resultado, estos especialistas figuran entre los más afectados por las acciones de mala praxis, como surge claramente de cualquier estadística sobre jurisprudencia. Ésta será la fuente que tomaremos como esqueleto del presente capítulo, en el que nos acercaremos a algunas cuestiones que involucran la responsabilidad del médico obstetra, que a menudo acaba siendo la víctima de esta trampa. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de que haya tantas demandas por cuestiones obstétricas? Sin dudas, la respuesta es muy compleja. Es obvio que no se debe a que los especialistas en esta área sean peores médicos que los que se dedican a otras. Tampoco a que sucedan más fatalidades o accidentes (todo lo contrario, se trata de un terreno relativamente tranquilo, lo que llevara a la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil de la Capital Federal a sostener la ya referida calificación de obligación de resultado). ¿Entonces? Por empezar, cae como verdad de perogrullo que los daños aquí se potencian, porque involucran a bebitos y porque suelen proyectarse sobre toda la existencia de éstos, cuando sobreviven. Hay una lógica puesta de expectativa y esperanzas en la criatura que llega, que es el vértice en que confluyen sueños, proyectos, amores, y también significantes de fuerte presencia en nuestra cultura (la descendencia biológica, especialmente) y, ¿por qué negarlo? también frustraciones y tristezas. Un recién nacido trae una carga colosal de equipajes psicológicos ajenos (de padres, abuelos, etc.), que contrasta con su desnuda fragilidad. La destrucción de esas expectativas y significantes es una desgracia difícil de superar. El duelo que se genera es muy severo y sensibiliza hasta lo más profundo.
Nada se perdona, nada se olvida. El sujeto se levanta, como dirían los romanos, vindictam spirante. Alguien debe pagar por lo que ha sucedido. Todo eso es muy comprensible. El dolor de los padres y abuelos ante la frustración de la vida naciente es absolutamente normal y en extremo respetable. Pero, sin embargo, se nota a menudo una menor tendencia a aceptar el error humano, o las falencias normales, en las situaciones obstétricas que en otras que también involucran daños gravísimos (por ejemplo, el tratamiento de enfermedades pediátricas severas). De hecho, esa actitud llegó a cuajar en la mentalidad jurisprudencial, con el fallo ya referido de la Cámara Civil capitalina. Nos preguntamos si aquella paradoja del sanatorio-hotel no tendrá algo que ver en esto. Si me interno en un hospital que parece un hospital, con un entorno típicamente hospitalario, me hago a la idea de que seré sometido a hechos médicos y que ello involucra un riesgo. Si el peligro se actualiza y surge un daño, me duele, lo sufro, pero no me asombra. En cambio, si ingreso a un hotel de cinco estrellas, con restaurante de lujo e instalaciones deportivas, donde pocas cosas me recuerdan la medicina, y más parece que realizaré un sencillo y feliz trámite, seré muy mimado y luego me iré a casa a descansar, entonces nada me permite prever la posibilidad de un perjuicio, nada me habla de riesgos. Y entonces, si éstos tristemente se verifican, y un daño llega, me golpeará la sorpresa, me sentiré engañado, traicionado. ¿Dónde se vio algo así, un médico que falle en un parto? Demanda en puerta. Pero todos somos un poco responsables de esta trampa trágica. La Cámara Civil, en ese fallo de la obligación de resultados, soslaya el hecho de que la propia cantidad de fallos publicados (y muchos nunca se publican) sobre este tema, muestra que la problemática existe. Es decir, que desgraciadamente sí hay partos que terminan en desastres, y no pocos, por cierto. ¿Cómo se puede ignorar eso? ¿Quién no sabe, siquiera por experiencia propia, que algunas veces los recién nacidos, aun en las clínicas más sofisticadas, fallecen durante o inmediatamente después del parto, o resultan con graves secuelas por situaciones obstétricas? Los propios sanatorios, luego demandados en el paquete pasivo, pugnan por enmascarar la “medicalidad” del parto. Con la mejor voluntad, por supuesto. Le chemin de l’enfer est pavé de bons intentions.
Pero, como dice el escudo real inglés, “maldito sea el que piense mal”: no estamos en modo alguno sosteniendo que sea mala la “deshospitalización” de las instalaciones sanatoriales. Todo lo contrario. Al famoso médico estadounidense “Patch” Adams se le atribuye la idea de “hagamos un hospital que no parezca un hospital”, y parece una idea magnífica. ¡Ojalá alguna vez se pudiera eliminar ese olor a povidona y asepsia (la asepsia debería ser inodora, pero paradójicamente huele, y mucho)! A los galenos les cabe la tarea de dejar claro en sus pacientes obstétricas, esposos, etc., que el parto es un hecho médico, con riesgos y problemas, y no un sorteo de navidad o unas vacaciones en hotel de lujo. Si van a quebrar el idilio y arruinar las sonrisas de los padres, mala suerte. Por supuesto, no se trata tampoco de que les pinten un cuadro dramático, porque eso sería mentirles para el otro lado, pero mentirles al fin.
2. La doctrina “Torres de Carballo”
Hemos mencionado en los párrafos anteriores, reiteradamente, el fallo de la Sala C de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil de la Capital Federal, dado en 1987 en el caso “Torres de Carballo, Azucena del Valle c/Instituto Antártida SA” (JA, 1987-IV-364), a partir del voto de uno de los más ilustres civilistas argentinos de la segunda mitad del siglo XX, Santos Cifuentes. He aquí el tramo que nos parece clave:
“La correspondiente atención de un parto no puede colocarse en el cuadro de las intervenciones de dudoso resultado, pues sería crear riesgos donde no los suele haber, y pretender en esta área la ejercitación de la medicina como si fuera de logros imprevisibles cuando –todo lo contrario– la realidad notoria muestra su previsibilidad habitual y corriente. Por lo tanto, sostener que al profesional de estos tiempos sólo se le pueden exigir buena fe, buena voluntad y correcto ejercicio ético de su atención, resulta prolongar un concepto perimido para apoyar prácticamente la irresponsabilidad, que no atiende al desarrollo y evolución de la ciencia médica, de sus medios técnicos y de sus investigaciones contemporáneas. Flaco servicio se haría a la dignidad profesional y científica de ahora, si se la quiere rebajar al manejo de lo que buenamente se pueda lograr, del azar o de los tratamientos primitivos, como el caso de la partera o matrona de campaña”.
Cifuentes ya había dicho, cinco años antes, en “Vega c/Sanatorio Alberti” (CNCiv, Sala C, 24/8/82, ED, 102-203) que el considerar su obligación como de medios “desdibuja la responsabilidad del cirujano al descargarlo prácticamente de la justificación jurídica de su actuar, desde que no tendría que hacer el pronóstico y actuar según el mal menor que su acto quirúrgico lleva ínsito, bastándole prometer una diligencia intachable. Se le da de ese modo vía libre para operar y aconsejar operar sin razonar un previsible resultado de su acto”.
Con razón, los Urrutia buscan “refutar las razones” de “Torres de Carballo” explicando las complicaciones que el quehacer obstétrico ofrece, ya sean “las distintas variables que pueden presentar los partos”, o “la existencia real (y no infrecuente, por cierto) de los riesgos obstétricos, y con ello la particular heterogeneidad y complejidad que los caracteriza”3. A partir de esas consideraciones fácticas genéricas concluyen, correctamente, citando a Vázquez Ferreyra4, que “todo parto está sujeto al riesgo o álea propio de toda actividad médica”.
Y refirman su rechazo al fallo con un argumento positivista-legalista. Como el art. 20, incs. 1 y 2, de la ley 17.132, prohíbe “anunciar o prometer la curación fijando plazos” y “anunciar o prometer la conservación de la salud”, si se obligase a los médicos a brindar un resultado, ello implicaría “la violación de una prohibición legalmente impuesta a los médicos”, y transformaría la obligación en una “de virtual cumplimiento imposible”, pues “sería en rigor de causa ilícita”. Entonces, “los obstetras asumen obligaciones de medios, lo cual comporta que, aunque no puedan garantizar un resultado, comprometen para su cumplimiento toda su ciencia, prudencia y diligencia a fin de alcanzar la compartida finalidad que se proponen ambas partes, tal como sucede en cualquier relación medical”.
Como ya lo hemos dicho en otras oportunidades, creemos que ni el fallo ni esta crítica fueron al meollo del asunto, que no es la peligrosidad potencial del parto, sino la característica de las obligaciones involucradas. El fallo es historicista y evolucionista. Su esquema es el siguiente: las distintas ramas de la medicina, en la medida en que, “merced al desarrollo y evolución de la ciencia médica, de sus medios técnicos y de sus investigaciones contemporáneas” van logrando “previsibilidad habitual y corriente”, van saliendo del “cuadro de las intervenciones de dudoso resultado”. Es decir, existe un “área [donde] la ejercitación de la medicina... [es] de logros imprevisibles”. Dentro de ella, “al profesional de estos tiempos sólo se le pueden exigir buena fe, buena voluntad y correcto ejercicio ético de su atención”, equiparados al “manejo de lo que buenamente se pueda lograr, del azar o de los tratamientos primitivos, como el caso de la partera o matrona de campaña”. Pero en determinado momento, “la realidad notoria muestra” el cambio. A partir de entonces, las obligaciones médicas de la rama respectiva se transforman en obligaciones de resultado. Sostener lo contrario “sería crear riesgos donde no los suele haber”, y “prolongar un concepto perimido para apoyar prácticamente la irresponsabilidad”, rebajando “la dignidad profesional y científica de ahora”. Las obligaciones médicas, pues, habrían partido de ser todas de medios, para irse volviendo paulatinamente de resultado, a medida que las respectivas especialidades obtuvieran certeza y ausencia de riesgos imprevisibles. Ello, justamente, sería lo acontecido con la obstetricia. La clave de este desarrollo, teñido por un simpático optimismo decimonónico, y del positivismo científico darwiniano, es la creencia en la perfectibilidad de la medicina y su posibilidad de tornarse en una disciplina segura. Por su parte, los Urrutia se atrincheran en la posición contraria, que es sin dudas la que lleva todas las posibilidades empíricas de vencer, y que coincide con lo que en muchas oportunidades hemos sostenido: la incertidumbre esencial de toda la medicina. Como el tema del caso son los partos, recopilan datos acerca de lo imprevisible de éstos, de su peligrosidad, de sus complicaciones inesperadas, etcétera. Pero, bien lo aclaran, ello es “tal como sucede en cualquier relación medical”. Y tienen razón.
Pero el debate es estéril. La Sala C quería condenar al demandado que no cumplió con la prestación de un parto satisfactorio. Ese incumplimiento sólo puede deberse a su propia conducta, a la de un tercero por quien no deba responder, a la del paciente, o a un caso fortuito. Y sólo responde en el primer caso, sean sus obligaciones de medio o de resultado. En la práctica, lo importante será la asunción de los riesgos, porque éstos existirán siempre. El médico que promete resultados, o no informa los riesgos, los asume. Si es diligente, requiere el consentimiento informado, explica los peligros, promete actuar adecuadamente y deriva los riesgos al paciente. La Sala C actuó como un sabio tribunal en busca de una solución justa. El fin primó sobre los medios. Pero la cura excedió la enfermedad, porque no había tal enfermedad. Su complicada tesis dinámica no era necesaria. También su base es indiscutible: ni los médicos ni los magistrados pueden ignorar “la realidad notoria” del “desarrollo y evolución de la ciencia médica, de sus medios técnicos y de sus investigaciones contemporáneas”, ni pretender “que al profesional de estos tiempos sólo se le pueden exigir” las mismas conductas concretas que al de antaño. Hacerlo importaría “apoyar prácticamente la irresponsabilidad”. Pero, entonces, de lo que se trata es del deber de actualización científica, que nadie duda en incluir entre los componentes de la buena praxis.
Venini tercia en el debate con una postura que compartimos, al decir: “En lo que hace a la obligación médica en sí, considerar si la obligación es de medios o de resultado, es una cuestión que no puede determinarse en abstracto, sino que dependerá de las circunstancias particulares de cada caso”5. Este criterio tampoco satisface a los Urrutia, que le responden, tomando otra vez a Vázquez Ferreyra6, que en esta materia no son válidas “las calificaciones realizadas a posteriori”, y propugnan que “debe partirse de una caracterización genérica”. Nosotros no lo creemos necesario porque, en definitiva, siempre debe analizarse el caso concreto y la conducta del médico, antes, durante y después del hecho cuestionado.
Nuestro planteo, en general, no es ¿cómo calificar? sino ¿para qué calificar? No discutimos los criterios de calificación (que es lo que hacen los Urrutia), sino la necesidad de la calificación en sí. Esa “caracterización genérica” que piden los referidos juristas, nos parece sólo de utilidad propedéutica. La verdad es que sin perjuicio, no hay juicio: si no hay muerte o daño al recién nacido o a la madre, no habrá demanda. Y producido el daño, si el damnificado busca una indemnización deberá probarlo, y para hacerlo, necesariamente, habrá de acreditar el hecho dañoso. Ante ello, el demandado, inevitablemente, se verá forzado a demostrar que actuó según las pautas actuales de la ciencia.
3. El fallo “B.”
En 1991, la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional pronunció un fallo que nos parece interesante de destacar, a pesar de tratarse de un caso penal, porque hace a varios aspectos que trascienden a las demás esferas del quehacer médico-jurídico. Se trata de una señora que ya había tenido un parto anterior por cesárea. En el nuevo embarazo interviene otro obstetra. A las 14.50 del día fatídico, tras revisarla en su consultorio, “ordenó su internación en el Sanatorio A para hacer una cesárea, aclarándole que la partera B iría en seguida, apareciendo ésta a las 18.00, sin atender prácticamente a la paciente, hasta que cerca de las 21.00 la llevó a la sala de partos, donde el querellado [...] le practicó una cesárea, naciendo una criatura deprimida-grave que presentaba anoxia y anemia aguda y que falleció cinco días después pese a la terapia intensiva aplicada” (ED, 143-506).
La defensa planteó que lo ocurrido había sido “un accidente súbito e imposible de prever”, concretamente “la ocurrencia de una transfusión fetomaterna”. Como ésta habría acaecido en el momento del parto, “mal pudo el obstetra preverlo”. Pero el tribunal desestimó este argumento fatalista y recurrió a la idea de la prevención: adujo que el sufrimiento fetal “podría haber sido detectado con una evaluación responsable del trabajo de parto”. El criterio, obsérvese, es de chance, es decir, de hipótesis. No sabemos a ciencia cierta si esa evaluación hubiera servido para detectar el sufrimiento fetal y obrar en consecuencia. Pero lo indiscutible es que, al no habérsela practicado, se privó a la criatura de la posibilidad de ser extraída antes. En definitiva, lo condenable sería la desatención de la madre en el preparto. El argumento nos parece muy sólido.
El tribunal agrega otro argumento que hace a la situación derivada del conocimiento de las circunstancias previas de la paciente, y la aceptación (contractual) por parte del médico de tratarla. Cuando el obstetra “aceptó atenderla y hacerse cargo del parto conociendo los antecedentes clínicos y la cesárea efectuada anteriormente, [...] asumió una obligación de garante, con responsabilidades profesionales y legales”, dice el fallo.
Tanto el médico como la partera fueron condenados. La inclusión de esta última no nos parece muy afortunada, porque se contradice con los propios fundamentos del decisorio, que consideró como una de las evidencias de la mala praxis del facultativo “confiar la atención a una paramédica por más que sea su ayudante de largos años de experiencia y habilitada [...] cuando el cuadro que se presentaba no era el de un parto común sin ningún riesgo adicional”. El criterio condenatorio es indiscutible: el galeno no ha de delegar el cuidado médico en una ayudante obstétrica, apenas el cuadro exceda de lo que ésta está profesionalmente habilitada para manejar. Pero la conclusión sólo puede ser la absolución de la partera, que fue impelida por el obstetra a exceder sus límites.
4. Otros casos vinculados con partos
Los casos derivados de partos pueden clasificarse en tres grandes conjuntos, según surjan de daños a la salud de la criatura, de la madre o de ambos. Al primer grupo corresponde “J. c/M.” (CNCivComFed, Sala II, 2/7/91, ED, 145-339). En el caso, el uso de fórceps generó a la madre “una o dos fístulas vésicovaginales, originadas en los desgarros”. La demandada tuvo éxito en acreditar que la decisión de emplear ese instrumento se presentó como fruto de una alternativa de hierro entre la posibilidad de causarle lesiones menores a la madre, o daños intracraneanos irreversibles a la criatura. Un dictamen académico avaló esta postura. Lo interesante es que aquí el perjuicio ocasionado era perfectamente esperable, y el galeno lo supo al adoptar la técnica. Era un típico supuesto de “estado de necesidad”. El tribunal, creemos que sabiamente, consideró que no procedía condena alguna y rechazó la demanda, pero impuso las costas por su orden. También fue la madre la directamente afectada en “Fernández c/Municipalidad de Morón (CCivCom Morón, Sala I, 23/12/82, ED, 108-389), pero la cuestión pasó por la atención del posparto. Existían signos que permitían presumir la subsistencia de restos placentarios en el útero, pero igualmente se le dio el alta y no se la convocó para efectuar un seguimiento ulterior por consultorio externo. Quedó acreditado, a juicio del tribunal, que dichas circunstancias incidieron directamente en el desenlace, que fue el deceso de la puérpera, por lo cual fueron condenados a responder los médicos y los nosocomios intervinientes.
Más afortunada resultó la actora de “R. de S. c/R.” (CNCiv, Sala E, 29/4/86, ED, 119-613). Ella también quedó con restos placentarios en el útero, pero éstos generaron una hemorragia, por lo que fue necesario efectuar un raspaje terapéutico y sobrevivió. El médico adujo que no podía reprochársele el no haber efectuado el tacto intrauterino que la demandante planteaba debía haberse hecho, porque tal práctica no era normal y se la desaconsejaba por las molestias que irroga. El tribunal coincidió con ello, pero sin embargo entendió que cuando “los restos son abundantes y pasaron inadvertidos al médico tratante debe concluirse que ello acaeció en razón de no haber examinado con detenimiento la placenta de la actora o no saber reconocer la integridad placentaria”.
Obsérvese que se trata de dos imputaciones muy distintas. Una incumbe a un “no hacer”, pero no el defendido por el galeno (el tacto intrauterino) sino otro (el examen detenido de la placenta). Pero la otra es más interesante, desde el punto de vista doctrinal, porque importa un “no saber” (reconocer que la placenta no estaba íntegra). Siempre queda la pregunta: ¿es lícito condenar por no saber? Teóricamente, el saber necesario para ejercer una profesión es acreditado por la universidad o institución pertinente que otorgó el título que habilita al sujeto. Si en esa casa de estudios no se le enseñó correctamente a reconocer la integridad placentaria y no obstante se le entregó el diploma, ¿quién es el verdadero responsable, el graduado o la institución? Máxime en un caso como éste donde no se trata de una actualización de conocimientos, porque el hecho médico de marras se practica desde hace milenios. Creemos que la respuesta a este intríngulis es doble. Por un lado, que no puede culparse a un médico por “no saber” las cosas básicas de su profesión, y sí en cambio, en todo caso, nacería la responsabilidad de la universidad habilitante. Por el otro, que el tribunal en “R. de S.” se expresó mal, y lo que realmente quiso decir es que el médico es culpable de “no haber examinado con detenimiento la placenta de la actora, con lo que hubiera reconocido la falta de integridad placentaria, pues los restos son abundantes y le pasaron inadvertidos”.
El fallo “F. c/INOS” (CNFedCivCom, Sala I, 31/8/95, ED, 169-254) pertenece al segundo grupo, es decir que la madre resultó ilesa, pero se lesionó la criatura. El fallo dejó en claro que el parto es actualmente un hecho que debe estar presidido por médicos. En razón de la ausencia de éstos, la paciente “sólo fue asistida por la partera codemandada”. Todo permitía prever un desarrollo normal, pero, “asomada la cabeza del bebé, se produce el atascamiento por la distocia de hombros, sin poder desprender el resto del cuerpo”. Se presentó, pues, la alternativa: tracción manual o cleidotomía (fractura de la clavícula). “Es obvio que la elección de una de estas alternativas es propia de la decisión de un médico”, dijo el tribunal. La obstétrica optó por la tracción manual, pues esa maniobra “era la única que –en la mejor de las hipótesis– se hallaba capacitada y habilitada para realizar”. El procedimiento generó lesiones al niño, pero la partera fue liberada de responsabilidad. Esta solución, que nos parece correcta, se contradice con la ya comentada en “B.”, discrepancia que se hace aún más notable si consideramos que éste era un caso penal, y el que aquí comentamos fue civil. Es decir que la responsabilidad debió haberse evaluado con más rigor en este asunto que en el otro y no a la inversa, aunque, como lo hemos destacado en otras oportunidades, nuestra jurisprudencia exhibe a menudo esa paradoja de que se juzguen las conductas de modo más generoso en sede civil.
Finalmente, veamos un caso del tercer conjunto, el más trágico de todos “O. de A. c/Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires” (CNCiv, Sala B, 11/9/85, ED, 116- 283) planteó “un evento dado por la muerte asfíctica de un niño en los instantes de su nacimiento, con consiguientes lesiones a la madre y una sobreviniente esterilización practicada sin consentimiento”. La actora ya había tenido una cesárea anterior y presentaba un cuadro de hipertensión, todo lo cual importaba alto riesgo. No obstante, fue sometida a trabajos de parto, exigencia que “en tales condiciones es susceptible de provocar el estallido del útero”, cosa que efectivamente aconteció.
Aquí se sumaron varias cuestiones. La negligencia del galeno al dejar de lado la historia clínica de la paciente (o no interiorizarse de ella) involucra un supuesto de culpa, causante del hecho dañoso directo (el estallido, generador a su vez de la asfixia).
Pero la esterilización sin consentimiento ya entra en otro nivel, el del dolo, porque se trata de un hecho ilícito realizado en forma deliberada y sólo justificable por un estado de necesidad, el cual, a su vez, se vuelve irrelevante si, como en la especie, había sido a su vez resultado de la mala práctica del demandado.
5. Cesárea
Vamos a dedicar un acápite separado a la operación cesárea, realizada normalmente por obstetras y, por supuesto, absolutamente excluida a las parteras. Esta técnica se viene practicando desde tiempos muy antiguos, pero con la inevitable secuela de la muerte materna. También se concretaba ya en la antigüedad sobre cadáveres: una vez constatado el deceso de la mujer encinta, se trataba de extraerle el feto para salvarlo. La evolución de la cesárea ha sido notable, porque pasó luego, ya en el siglo XX, a ser una alternativa para casos de riesgo, cuando ya no quedaba más remedio, y finalmente, en los últimos años, a transformarse en una de las formas más corrientes de alumbramiento. Tanto que acabó despertando sospechas, pues podría convenir al equipo obstétrico y al sanatorio, no sólo por ser más costosa que el parto normal, sino además por su previsibilidad, que permite establecer de antemano fechas y horas, con gran beneficio para la agenda del médico y sus colaboradores. Este argumento fue usado por la jurisprudencia en favor de una obstetra en “Roitbarg c/Instituto de Servicios Sociales Bancarios” (CNCiv, Sala D, 16/2/84, LL, 1984-C-586): “tal vez hubiera sido más cómodo para la médica programar ab initio la operación cesárea”, dijo el tribunal, valorando la opción de la profesional por el parto normal, a pesar de que en él, por el empleo (necesario) de fórceps, se produjeron daños a la criatura. La demanda fue rechazada. Sin embargo, la doctrina de este fallo no es muy compartida. Rara vez se observa una actitud favorable de los jueces al parto “natural”, es decir, una tendencia a apoyar la elección de éste por parte del médico. Más bien, como se verá, acaece lo contrario.
La cesárea es una operación quirúrgica y le caben en consecuencia todas las observaciones inherentes a la responsabilidad del cirujano. Como la forma prioritaria del parto es la natural, que involucra menos riesgo y complicaciones, y acarrea menos efectos negativos sobre la capacidad reproductora de la mujer, el obstetra debe estar, como principio, a éste, y sólo recurrir a la cesárea en caso de necesidad.
Practicar una cesárea innecesaria es cometer mala praxis y genera responsabilidad, incluso sin que del hecho se derive otro perjuicio, porque el solo sometimiento de la paciente a una cirugía sin motivo ya es fuente de un inevitable menoscabo. En efecto, la cesárea involucra lesiones, cicatrices y una disminución de la chance reproductiva, al poner un límite al número de partos que la mujer podrá tener.
El supuesto de la cesárea anterior, que funciona como condición preexistente que influye decisivamente a la hora de juzgar la responsabilidad del obstetra que recomendó la realización de un parto natural ulterior, aparece en dos de los casos ya citados, “B.” y “O. de A.”. En este último, la anotación respectiva aparecía en rojo en la ficha clínica de la paciente. En tal sentido, el mensaje de los tribunales argentinos a estos profesionales, en general, parecería ser: si no quiere tener problemas legales, aplique el adagio “una vez cesárea, siempre cesárea”.
Esta moraleja no es del todo feliz, porque muchas veces el facultativo prefiere la vía normal en beneficio de la puérpera, y en contra de su propia comodidad (y hasta de su pro económico). Sin dudas, todo ese cúmulo de presunciones y criterios especulativos no serían necesarios si se emplease más (y los jueces exigiesen más) el consentimiento informado, donde el diálogo sustancial médico-paciente queda documentado y se hace indiscutible.
Un problema particular se presenta cuando es la propia parturienta la que solicita, consentimiento informado y clarísima exposición de riesgos mediante, ser sometida a una cesárea. Esta petición puede verificarse perfectamente en una mujer madura que ya ha tenido otros hijos. Por un lado, no desea pasar nuevamente por los dolores del parto. Por el otro, no planea en principio volver a quedar encinta. Además, la cesárea, por su posibilidad de programación, resulta ideal para muchas mujeres profesionales, ejecutivas, etc., que de ese modo pueden ordenar mejor sus agendas.
¿Debe el médico aceptar ese requerimiento? Éste parece atendible, fundamentalmente porque sólo afecta a la madre (que obra, en consecuencia, dentro del marco de su bíoderecho existencial sobre el propio cuerpo). Es decir, en este caso, se trata de optar entre vías (no es correcto hablar de “terapias”) alternativas. Para la criatura, la intervención no entraña ningún peligro, y puede hasta ser más segura y menos traumática que el parto normal. Finalmente, no se trata de una operación de alta complejidad y su porcentaje estadístico de infortunios es muy bajo.
Entonces, pensamos que el médico puede acceder al requerimiento, cuidándose bien de documentarlo. Si acepta, la responsabilidad inherente al mero riesgo quirúrgico (no, por supuesto, a la eventual mala praxis del profesional) la asume la paciente, aun cuando la operación fuera teóricamente innecesaria. Claro que ésta, como muchas otras cuestiones inherentes al embarazo y al parto, puede afectar opciones de conciencia del galeno, que lo muevan a rechazar la práctica de una cirugía no recomendada. De ser ése el caso, entraría a jugar, al igual que en todos los supuestos similares (tan comunes en la ciencia hipocrática), el esquema siguiente: el médico puede negarse a realizar el acto (no importando ello peligro inminente para la vida del enfermo), siempre y cuando no se hubiese comprometido antes a llevarlo adelante, expresa o implícitamente, en cuyo caso responderá por su negativa.
Veamos el tema de la objeción de conciencia del médico en una figura:
A veces, la opción no es sencilla para el galeno. El principio es la preferencia por el parto natural, pero la situación se complica si aparecen circunstancias en el estado de la paciente (sufrimiento fetal, meconio, bradicardia de la criatura, etc.) que pueden aconsejar la realización de la cesárea. Estos cuadros, cuando se dan de improviso en las etapas inmediatamente previas al parto, plantean un dilema al obstetra. ¿Esperar hasta que estén dadas las condiciones para el nacimiento por vía normal, o cesárea de inmediato? La jurisprudencia indicaría, para una mayor tranquilidad del profesional, que en caso de duda, si el feto se encontrase ya en condiciones de sobrevivir fuera del útero, practicase la cesárea. No se registran condenas por haber optado en ese sentido y sí, en cambio, por haber aguardado. Un buen ejemplo es el ya referido fallo “B.”, donde el tribunal se pregunta retóricamente: “si se hubiera acelerado o practicado de inmediato la cesárea, ¿no habrían mejorado las posibilidades de su recuperación sin necesidad de exponerla al proceso infeccioso que produjo su deceso [el del nacido]?”.
Sin embargo, hay excepciones. En “Lescano de Gallo c/Sanatorio Gráfico Francisco Calipo” (CNCiv, Sala D, 30/9/81, ED, 97-188, y JA, 1982-I-690), la actora ingresó al nosocomio a las 23.30 horas, con síntomas que hacían “previsible un parto de alto riesgo” (“la desproporción pélvico-fetal, unida a la presentación cefálica móvil, más la presencia de meconio, son indicaciones relativas de cesárea”), pudiéndose prever en consecuencia que “iba, con toda probabilidad, a dar a luz por medio de la intervención quirúrgica”. Se la mantuvo “atendida y sometida a cuidados”, hasta que a las 5.30 horas del día siguiente, “va al baño y se produce el desprendimiento de la placenta y la muerte del concebido”.
El principio general sentado por la Cámara Civil en ese caso fue que “a la cesárea debe llegarse cuando resulta que no es factible el parto normal”. Es decir: la cesárea es una excepción. En consecuencia, aun con un cuadro de la gravedad del descripto, los jueces entendieron procedente la espera, tendiente a intentar la vía natural. Sólo en caso de presentarse “indicadores absolutos de cesárea” sería injustificada la demora. En la especie, además, según la historia clínica, no se había verificado aumento en la frecuencia de los latidos cardíacos. Los controles periódicos se habían efectuado correctamente y el desprendimiento de la placenta, a criterio del tribunal, no era predecible. El fallo rechazó la demanda.
Pero “Lescano de Gallo” es un fallo de 1981, y desde entonces ha corrido mucha agua bajo el puente en materia de tecnología médica. El fallo reporta una estadística según la cual “la mortandad fetal en la cesárea es doble o triple que en parto vaginal”. ¿Seguirá siendo válido (si es que alguna vez lo fue, porque ni siquiera sabemos su fuente) ese dato? Es muy posible que no. Además, ésta es una sentencia oscura, que fundamentalmente absuelve en virtud del in dubio pro debitore, por faltar una acabada demostración de la etiología del deceso. La mejor prueba de esa incertidumbre la da el propio tribunal, al distribuir las costas en el orden causado, “pues los actores bien pudieron considerarse con derecho a actuar como lo hicieron”.
Párrafo aparte merece “M. c/Obra Social Personal Industria del Plástico” (CNCiv, Sala K, 23/10/92, LL, 1994-B-298), donde la cesárea no pudo practicarse oportunamente por no contarse con un anestesista. El obstetra fue considerado incurso en mala praxis médica, porque, dijo el tribunal, era su deber “exigir la presencia” de aquel especialista.
6. Aborto
Atento el breve espacio disponible y lo específico de la temática de este capítulo, dejaré de lado las cuestiones axiológicas inherentes al aborto, a las que ya me he referido muchas veces, para limitarme a su problemática desde el ángulo de la responsabilidad civil. Ante todo, debe recordarse algo con relación al aborto impune del art. 86 del Cód. Penal, que en todo caso (nosotros lo consideramos inconstitucional, pero el tema excede este trabajo) despenaliza las conductas que encuadran dentro del tipo criminoso del aborto. Pero es discutible si esa impunidad penal importa necesariamente una exención de responsabilidad civil por parte del médico interviniente. El aborto típico no impune, por su parte, sin dudas genera para el profesional de la salud interviniente la condigna responsabilidad civil. Sin embargo, este punto amerita una serie de consideraciones. Por empezar, está el caso del aborto consentido por la propia madre. En este supuesto, es obvio que ella no podrá reclamar indemnización alguna, pues ello importaría aceptar un alegato de propia torpeza inadmisible. Pero no cabe la misma respuesta respecto de los demás interesados, tales como el padre o los abuelos del concebido. Ello siempre y cuando no se acreditase que expresa o tácitamente prestaron su conformidad o incitaron al aborto. El consentimiento brindado para la realización de un aborto por una mujer incapaz es inválido, y los galenos intervinientes no quedan exentos de responsabilidad hacia ella misma, pudiendo ser demandados al efecto por los representantes legales de la interesada. Este principio obrará con rigidez en el caso de menores y de interdictos, pero también lo hará (de un modo más leve y sujeto a las pruebas concretas que se viertan) tratándose de dementes no declarados, pero cuya insania apareciese evidente, y de sujetos afectados por drogas, alcohol, o cualquier otra incapacidad accidental.
El aborto practicado en los términos del art. 86, inc. 2, del Cód. Penal requiere de un previo consentimiento informado de la mujer interesada, si es capaz, y de sus representantes legales, si no lo es. Reiterada jurisprudencia ha rechazado las acciones tendientes a obtener una suerte de autorización u orden judicial previa. Los magistrados, con excelente criterio, han dejado claro que lo que el ordenamiento prevé es una exención de castigo, no un permiso. De modo que la decisión sólo puede tomarla la interesada, y el análisis del acto será siempre a posteriori. Un caso particular lo constituyó el famoso fallo en que el tribunal, en respuesta a uno de esos pedidos, declaró la inconstitucionalidad del inciso de marras, prohibiendo la realización del aborto. Se coincida o no con ese decisorio, cuyos detractores nunca dejan de recordar que su autor años más tarde fue preso por corrupto, sus fundamentos fueron prolijos y su esencia muy valiente.
En cuanto al aborto terapéutico del art. 86, inc. 1, del Cód. Penal, también se requiere el consentimiento informado previo. Es un típico supuesto de estado de necesidad, que recuerda el ejemplo romano clásico de la “tabla con lugar para uno solo” que flota después del naufragio. Se debe decidir entre la vida del hijo o de la madre. De lo contrario, es muy posible que ambos mueran. Entonces, el derecho abre una potencia, permitiendo a la madre optar por sacrificar a su hijo nonato. Claro que es una posibilidad, no un imperativo. Nada impediría a la mujer adoptar la otra alternativa, la suicida, que es, por ejemplo, la tradicionalmente recomendada por la Iglesia Católica. Recuérdese el memorable segmento de la novela “El Cardenal” de Morton Robinson en que el protagonista, sacerdote católico, ordena que se lleve el embarazo avante, a costa de la vida de su propia hermana7.
Lo que más cabe destacar es que la potencia no le es dada al médico, sino a la madre. A nadie más, porque es una alternativa existencial que involucra la propia muerte. El médico que optase por el aborto sin el previo consentimiento informado de la madre o su representante (este último nunca podría expedirse en el sentido suicida), respondería civilmente ante aquélla, aunque le hubiese salvado la vida, y el daño moral podría ser enorme (especialmente en el caso de una madre capaz), al haberle birlado una decisión de enorme trascendencia, que sólo a ella le cabía. Por ejemplo, si acreditase que se trata de una mujer católica devota que deseaba optar por la supervivencia de su vástago.
En sentido inverso, el médico no está obligado a concretar el aborto, ni aun en caso de peligro inminente para la vida de la mujer, porque puede oponer una objeción de conciencia. Es un supuesto muy subjetivo, donde la ciencia no tiene nada que ver. Su deber se limitará a proporcionar a la paciente todos los cuidados tendientes a su mantenimiento en las mejores condiciones posibles, hasta que se haga cargo otro galeno, arbitrando al propio tiempo los medios en orden a tal derivación, con la extrema diligencia que requerirán las circunstancias. Apenas se vislumbre la presencia de la encrucijada vital, el facultativo deberá poner sobre aviso a la paciente o sus representantes legales sobre su negativa. Si no lo hiciere, ésta irrogará luego su responsabilidad, con una importante incidencia en el rubro del daño moral. Este tipo de negativas fundadas en objeciones de conciencia del facultativo deberán reunir los requisitos mínimos de un consentimiento informado, y ser incorporadas a la historia clínica de la paciente, para poder ser acreditadas y opuestas al enfermo con posterioridad. Jamás habrán de bastar elementos tácitos, como, por ejemplo, que se trataba de un sanatorio católico, porque lo obvio suele no ser cierto. Además, los recaudos a adoptarse son muy sencillos, por lo que cualquier facultativo puede cumplirlos. Los valores y los bienes en juego son demasiado importantes, y toda la seguridad jurídica que pueda generarse es poca. Es discutible si se requiere o no en los supuestos del art. 86, inc. 2, del Cód. Penal la venia previa del ministerio pupilar. Esta intervención se ha planteado en dos supuestos: cuando la mujer encinta es incapaz (por ella), o en todos los casos (por el nasciturus). Desde un punto de vista axiológico, no dejaría de ser curioso que se exigiese la opinión de ese funcionario para la venta de un 1% indiviso de un autito, pero no a la hora de resolver un aborto. El sesgo patrimonialista de nuestro Código Civil, típico de su época y no mejorado en la reforma de Onganía, debe ser adecuado a la sensibilidad de los tiempos que corren. El asesor tendrá aquí muchas veces dos pupilos que defender. Pero siempre estará el concebido, que en Argentina es persona, e incapaz, y mal podría decidirse su muerte sin escuchar a su representante promiscuo.
Muy particular es la situación de la clínica en cuyas instalaciones el aborto se concretó. Responderá en los mismos términos que el médico, en virtud del principio del art. 1113 del Cód. Civil, salvo que acreditase que el galeno generó un ardid y ocultó al nosocomio la verdadera índole de la intervención, de tal modo que ni siquiera ejerciendo la vigilancia que le correspondía dentro de un estándar promedio de diligencia el establecimiento pudo haberla previsto o evitado. Esta prueba, de acuerdo con los principios generales en la materia, le corresponde a la clínica, cuya responsabilidad se presume. Todos los profesionales de la salud intervinientes en un aborto, y no sólo el médico, serán responsables de los perjuicios que de él se desprendan. Muy especialmente las obstetras y los enfermeros. Estos últimos, atento a su situación accesoria, quedarán exentos si demuestran haber desconocido la índole del acto médico en que intervinieron. No obstante, tanto el personal involucrado como la clínica deberán denunciar el hecho a las autoridades policiales o judiciales pertinentes, apenas hayan tomado conocimiento de él. La omisión de esa denuncia generará una fuerte presunción de mala fe, que prácticamente destruirá cualquier defensa ulterior basada en el desconocimiento (amén de las responsabilidades de índole penal).
El supuesto más normal y corriente no es el del aborto doloso, provocado con deliberación por el galeno, sino el que surge como consecuencia no deseada de una intervención de otro tipo, característicamente vinculada con la atención obstétrica y con el parto. Éste será un caso más de daño producido en la actividad médica, y se regirá por las pautas generales del tema. Es decir, deberá evaluarse la incidencia estadística del riesgo de aborto, la adopción por parte del facultativo de las precauciones indicadas para evitarlo, su elección de terapias y medios adecuados a las circunstancias y al estado de su ciencia, y la previa obtención del consentimiento informado. Acreditadas todas estas variables, el médico no responderá. Como siempre, a él le cabrá la carga de la prueba. Albanese glosa el caso “S. C. de S. y otro c/H. I. y otro” (CSJN, 1986, Fallos, 308:344)8. La actora “cursaba un tiempo de embarazo de cuarenta y dos semanas y cinco días. En dos consultas sucesivas practicadas en la mañana y noche [...], los dos profesionales de la salud intervinientes remitieron a la actora a su lugar de residencia”, distante del nosocomio. Al día siguiente, el nasciturus murió por asfixia intrauterina no traumática. El hospital demandado adujo que “por tratarse de un sábado no se efectuaban los estudios [...] para establecer y controlar la vitalidad fetal”. La Corte rechazó este curioso (aunque conmovedoramente sincero) argumento y, en base a la pericia médica, entendió que, tratándose de una gestación tan avanzada, debieron haberse adoptado “todos los medios de diagnóstico y tratamiento” necesarios.
Interesantes cuestiones se plantean en materia del quantum indemnizatorio. No cabe la menor duda en lo atinente a la incidencia alta y autónoma del daño moral, que será la variable omnipresente en este punto. Empero, más discutible resulta el perjuicio material. Entendemos que deberán resarcirse todos los gastos realizados en atención a la criatura abortada, así como también los que involucrase su gestación, y el acto mismo en que se concretase el aborto. Igualmente, los que irroguen las terapias (físicas y psicológicas) de recuperación de los actores (en especial la madre) y el lucro cesante derivado del incumplimiento de actividades productivas en razón de las circunstancias de marras. Pero, en cambio, lanzarse a alambicados e impredecibles cálculos sobre las futuras incidencias patrimoniales del hijo no nacido sobre sus padres o abuelos, parece un exceso que daría lugar a aventuras judiciales.
7. Neonatología
Si bien no hace estrictamente a la responsabilidad obstétrica, por su estrecha relación con ésta merece un acápite aparte esta relativamente nueva disciplina médica, que involucra a facultativos y auxiliares con una preparación específica. Se ha desarrollado en los últimos tiempos, ocupada en el cuidado del recién nacido, especialmente cuando presenta problemas que imponen el empleo de terapias o de instrumentos ausentes en circunstancias “normales”.
La atención de los bebés en sus primeros días involucra un grado de responsabilidad elevado para los intervinientes, pues pueden verificarse lesiones con secuelas graves, que afecten aspectos importantes de la vida del sujeto (v.gr., su inteligencia, sus sentidos, su movilidad), o incluso le causen la muerte. La actitud de los progenitores, por otra parte, influida en el momento de la desgracia por el lógico y comprensible peso del enorme dolor que conlleva la pérdida o lesión de un hijo, y la frustración de la acariciada paternidad, suele ser proclive a la venganza y no muy abierta a escuchar razones. De allí que, si bien no se trata de uno de los rubros más fecundos en demandas, éstas distan de estar ausentes.
Un fantasma que reiteradamente aparece en casos que involucran a bebés prematuros es la fibroplasia retrolental, con su secuela de ceguera definitiva, derivada del empleo de oxígeno en dosis altas y por tiempo prolongado. En “Figueredo c/Clínica Los Andes” (CNCiv, Sala G, 27/12/85, ED, 117-490), el tribunal destacó la necesidad de realizar “controles frecuentes de la existencia de gases en sangre, debiendo determinarse cada seis horas los dosajes de oxígeno”. El mensaje de la jurisprudencia es que, apenas sea posible, terapias del tipo de la que nos ocupa deben ser descontinuadas. Y que el médico hará bien en informar con detalle a los padres del niño acerca de los riesgos del sistema empleado, en orden a solicitar su consentimiento informado.
8. Cuestiones probatorias
En general, en materia obstétrica, como en todas las del derecho biológico aplicado, la prueba por excelencia es la pericial médica. Sin embargo, en el caso “J. c/M.” (CNFedCivCom, Sala II, 2/7/91, ED, 145-341) se colocaron por encima de esa probanza a los informes recibidos en los términos del art. 476 del Cód. Proc. Civil y Com. de la Nación. Uno provenía de la Primera Cátedra de Obstetricia de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y el otro de la Academia de Medicina (“las dos entidades científicas más prestigiosas a quienes pudo requerirse opinión”, dijo el tribunal). Estos reportes fueron comparados con el dictamen de una perita ginecóloga “con relación a la cual no constan en autos antecedentes o títulos que vayan más allá del mínimamente exigido para expedirse como experta”, sostuvo con rudeza el fallo.
Esta sentencia contiene un punto muy discutible. Si bien reconoce que las opiniones de las instituciones consultadas “en la fundamentación de sus respuestas [...] no fueron nada explícitas”, desestima esa falencia sosteniendo que “ellas resultan avaladas, no obstante, por la autoridad científica de quienes las emiten. Nadie tan apropiado como los mejores, con el aval de su capacidad y su experiencia en la medicina de primer nivel”. Esta línea de análisis importa un peligroso relevamiento de la obligación de fundar, en una disciplina harto insegura (y el propio decisorio así lo acepta, a renglón seguido, diferenciando a la medicina de “las ciencias exactas”). El mismo tribunal se expidió en 1995 acerca de la cuestión del valor probatorio de la historia clínica obstétrica en “F. c/Instituto Médico de Obstetricia” (LL, 1996-D- 716), adoptando un criterio mesurado. El principio asentado fue: “Es necesario recordar que la importancia de la historia clínica como elemento de prueba [...] ha sido destacada por la Sala en diversas oportunidades [...] y ella también se ha pronunciado en el sentido de que los defectos u omisiones en la confección de aquel documento y la falta de toda prueba por parte del demandado autorizan a extraer presunciones en su contra (arg. art. 388, Cód. Proc.)”. Sin embargo, “la mera circunstancia del llenado defectuoso de la historia clínica no constituye en forma autónoma un supuesto de responsabilidad”.
En el ya citado “R. de S. c/R.” se observa un interesante esquema probatorio por comparación (una suerte de diálogo) entre inscripciones de diferentes profesionales en una misma historia clínica. El obstetra demandado anota tras el parto: “placenta aparentemente íntegra”. Seis días más tarde, la puérpera, víctima de una hemorragia vaginal, es internada y sometida a un raspado uterino por otro galeno.
Este último hace constar, a su vez, la extracción de “abundantes restos placentarios”. El tribunal conjugó ambas inscripciones para concluir que el adverbio “aparentemente” de la primera no se refería, como pretendiera su autor, “al valor relativo que tienen las cosas en el ámbito de la ciencia médica”, sino que había sido vertido con su semántica literal.
Este caso presenta otra perla en materia de pruebas, pues para zanjar el debate sobre si configura o no negligencia médica la inadvertencia de que parte de la placenta no ha sido expulsada tras el alumbramiento, y dado que existía un cierto grado de discordancia entre testimonios y pericias, el tribunal recurrió al Tratado de obstetricia de Schawarcz, Salas y Davurges (Bs. As., Ateneo, 1977), que resulta terminante en tal sentido: “la expulsión incompleta de la placenta luego del alumbramiento debe ser advertida por el médico partero”. Éste constituye uno de los no muy frecuentes ejemplos del uso directo de bibliografía médica específica por parte de los jueces, modalidad que se presta a severos reparos porque es obvio que, salvo que poseyesen especial formación al efecto, el título habilitante para la magistratura no acredita la realización de estudios que preparen para interpretar correctamente textos técnicos de la ciencia hipocrática.
En el ya mencionado caso “Figueredo”, por su parte, el tribunal recurrió a las normas de neonatología establecidas por la Secretaría de Estado de Salud Pública desde el año 1978, de donde, además de extraer criterios de conducta a seguir, dedujo valores numéricos (concentración de gases en sangre, etcétera). Este tipo de protocolos, cuando existen en el área de que se trata, poseen gran importancia preventiva, como guías de sujeción del comportamiento del galeno, y también probatoria, sobrevenido el problema.
9. Algunas otras peculiaridades de la responsabilidad obstétrica
Tras esta muy breve reseña jurisprudencial, vamos a entrar en unas pocas facetas más de la relación paciente-obstetra, que son peculiares y merecen especial atención. Por empezar, el obstetra traba un vínculo contractual con la mujer (y eventualmente con el padre de la criatura también), que lo obliga a brindar la atención del embarazo hasta su terminación y a realizar el parto. No nos cabe la menor duda en cuanto a que configura mala práctica la repentina ausencia del galeno en el alumbramiento, máxime si éste se concreta en una fecha previsible y no existen razones serias que la justifiquen. No son tales, por ejemplo, el haberse tratado de un fin de semana largo, por lo que el obstetra salió de vacaciones con su familia (hemos intervenido en un caso en que un distinguido especialista, simple y sencillamente, adujo la molestia de llegarse un domingo a la noche desde un club de campo a menos de cincuenta kilómetros del sanatorio).
Si el obstetra tiene motivos para prever que no podrá atender parte de la gestación, o que deberá ausentarse en el parto, debe requerir el consentimiento informado inicial a este respecto de sus pacientes. Nunca sorprenderlos. La prestación que de él se espera es única, y no se termina sino hasta que la mujer es dada de alta tras el alumbramiento y el posparto. Si la quiebra en cualquier momento sin razón atendible, genera en sí mismo un incumplimiento y responde del perjuicio consiguiente (y ya es de por sí un daño moral el verse sometida la paciente a semejantes mudanzas imprevistas). No es razón atendible, a nuestro entender, la decisión del obstetra de cambiar de especialidad (por ejemplo, pasar a revistar en la cartilla de la organización médica como ginecólogo), o de abandonar el ejercicio de la medicina, o de irse a otro sitio a vivir. En todas esas situaciones debe requerir el consentimiento previo de sus pacientes y, de no obtenerlo, proseguir con la atención pactada, o indemnizar los perjuicios. En otras palabras, el obstetra debe calcular su vida a nueve meses de plazo desde la última paciente que tomó.
El obstetra en el derecho argentino tiene una situación particular, con relación a sus colegas de muchos otros países, especialmente de los Estados Unidos de América y de Europa. Él tiene dos pacientes, porque contratan sus servicios la madre por derecho propio, y ésta y en su caso el padre en representación tácita de su hijo nonato, pero que de acuerdo con nuestro ordenamiento ya es persona. Eso implica que no sólo debe velar por el bienestar de la encinta, sino también por la vida y la salud del niño en gestación. Ello le irroga el deber de estar siempre al tanto de las terapias que realice la madre (por ejemplo, por instrucción de otros galenos), y de sus conductas dañinas para la criatura (fumar, exponerse a radiación, etc.), a efectos de requerirle a ella y a los otros profesionales, en su caso, que adopten los recaudos pertinentes en orden a resguardar al nasciturus.
¿Qué sucede si una mujer confía a su obstetra, en el marco del secreto profesional, que va a abortar? Entendemos que, en el contexto normativo argentino, toda vez que el nonato es persona y que el aborto es un delito, el galeno se halla no sólo relevado del secreto, sino además obligado a denunciar ante el ministerio pupilar o el juez de familia este hecho. Sin embargo, no creemos que sea muy compartida esta postura, pues hemos intervenido profesionalmente en un caso en el que, con nuestro asesoramiento, un padre denunció ante un distinguido juez de familia de la Capital Federal, con pruebas, que su esposa preparaba el aborto, y solicitó el apoyo judicial para la vida de su hijo nonato, obteniendo, lejos de la protección pedida, una severa reprimenda del magistrado, que en duros términos rechazó la pretensión. Pocos días después, la mujer viajó a un país limítrofe del que era oriunda, y allí abortó, tal como lo había anunciado.
Ubi res ipsa loquitur, verba supersunt.
Ya en otras oportunidades hemos tratado el tema de las responsabilidades inherentes y tangenciales al parto1, un hecho que parece negarse a ser caratulado como médico. Durante milenios estuvo terminantemente excluido del terreno de la ciencia de Hipócrates, y reservado a comadronas expertas, a veces vecinas con buena mano, otras, verdaderas especialistas de cuño profesional. En ese orden, digámoslo de paso, la filosofía universal nunca les estará a estas últimas lo suficientemente agradecida. La madre del gran Sócrates era una de ellas y su vástago, al parecer, nunca dejó de repetir que su famoso método dialéctico no era otra cosa que llevar al terreno de las ideas y los conceptos las técnicas de su progenitora. Por eso, lo denominó “mayéutica”, de maieytiké, lo relativo a la tarea de las parteras.
Ya en la centuria pasada la intervención en los partos tendía a ser compartida por las comadronas y los médicos, si bien estos últimos muy tímidamente y sólo de un modo paulatino2. En principio, el galeno era convocado únicamente en caso de extrema necesidad, cuando la partera lo creía conveniente. Aun bien avanzado el siglo XX, y en centros urbanos importantes de la Argentina (al igual que en países más desarrollados), se seguía practicando el alumbramiento en el domicilio de la parturienta, si bien ya con la presencia del médico (a menudo el de cabecera, no un especialista). Sólo en las últimas décadas se instauró la costumbre de la internación, del empleo de la sala de partos, y el nacimiento fue objeto de una verdadera revolución tecnológica, que reemplazó la olla de agua hirviendo con paños limpios por la asepsia del quirófano y las mangas subidas por el barbijo y la indumentaria quirúrgica. Pero se dio una verdadera paradoja. Mientras la sala de partos y sus adyacencias (preparto, neonatología, etc.) se constituían en verdaderos baluartes de la tecnología más avanzada, sofisticada y compleja, remarcando el carácter médico de ese acto, a todo el resto del entorno (sanatorio, habitaciones, etc.) se trató de dotarlo de un aura de hotelería. Uno no puede dejar de preguntarse si, en el fondo, no se ha buscado una especie de “retorno al hogar”, de vuelta al parto en casa, recreando en la clínica una atmósfera extrahospitalaria. Paralelamente, corrientes acordes con la cosmovisión ecológica y naturista desarrollada desde los años sesenta, han reaccionado contra el frío rigor de los alumbramientos modernos, planteando alternativas tales como el parto acuático, el parto sin dolor, etc., respaldadas por algunos galenos. Hoy se tiende a mantener el nivel de tecnología y asepsia del parto moderno, pero aceptando, en la medida de lo posible, elementos que morigeren su frialdad. Por ejemplo, se insiste en la presencia activa del padre, a quien incluso a veces se le llega a ofrecer, si todo anda bien, que reciba la criatura, o hasta que corte el cordón umbilical. Algunos profesionales trabajan con música suave, barroca o new age, para matizar el ambiente. Otros reducen drásticamente la magnitud de las luces en el momento en que asoma el niño. La costumbre remota (tal vez romana, pero documentada desde la Edad Media) de alzar por las piernas al recién nacido y golpearlo hasta que emitiese su primer gemido, se ha abandonado por su absoluta inutilidad y su gratuito salvajismo.
Todas estas circunstancias han contribuido a hacer del parto un hecho médico muy particular, que requiere criterios de análisis muy específicos y propios. Agreguemos que en este terreno, más aún que en muchos otros del campo galénico, se hacen evidentes las diferencias económicas. En el Gran Buenos Aires coexisten a escasa distancia clínicas de maternidad con canchas de paddle y restaurantes con chefs de renombre, y hospitales públicos donde varias parturientas deben compartir la misma cama, y en muchos se pide a los padres que se abstengan de ingresar a la sala de partos por razones de higiene y de carencias materiales.
En nuestro país hay vastas regiones en las cuales todavía las mujeres paren en sus casas, o hasta en pleno trabajo, en los campos, los quebrachales o los largos caminos, ayudadas por una vecina, una parienta o solas. A menudo, llegan al hospital horas después del alumbramiento para pedir que les corten el cordón umbilical, ya colapsado naturalmente, y que revisen a la criatura. Esa es nuestra realidad, nos guste o no. La colla jujeña que se agacha y da a luz es tan argentina como la descendiente de irlandeses que elige el sanatorio por la comida que sirven y la comodidad de las habitaciones. El parto, patrimonio normal de la mujer, no es igual para todas las mujeres. Ni para los obstetras.
Otra paradoja radica en que, mientras el entorno sanatorial tiende a “desmedicalizarse” todo lo posible y a tratar de generar el menor “efecto hospital”, y los tribunales, en lo que adelantemos que nos parece un error severo, caratulan al parto de absolutamente seguro y consideran la obligación del obstetra como de resultado, estos especialistas figuran entre los más afectados por las acciones de mala praxis, como surge claramente de cualquier estadística sobre jurisprudencia. Ésta será la fuente que tomaremos como esqueleto del presente capítulo, en el que nos acercaremos a algunas cuestiones que involucran la responsabilidad del médico obstetra, que a menudo acaba siendo la víctima de esta trampa. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de que haya tantas demandas por cuestiones obstétricas? Sin dudas, la respuesta es muy compleja. Es obvio que no se debe a que los especialistas en esta área sean peores médicos que los que se dedican a otras. Tampoco a que sucedan más fatalidades o accidentes (todo lo contrario, se trata de un terreno relativamente tranquilo, lo que llevara a la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil de la Capital Federal a sostener la ya referida calificación de obligación de resultado). ¿Entonces? Por empezar, cae como verdad de perogrullo que los daños aquí se potencian, porque involucran a bebitos y porque suelen proyectarse sobre toda la existencia de éstos, cuando sobreviven. Hay una lógica puesta de expectativa y esperanzas en la criatura que llega, que es el vértice en que confluyen sueños, proyectos, amores, y también significantes de fuerte presencia en nuestra cultura (la descendencia biológica, especialmente) y, ¿por qué negarlo? también frustraciones y tristezas. Un recién nacido trae una carga colosal de equipajes psicológicos ajenos (de padres, abuelos, etc.), que contrasta con su desnuda fragilidad. La destrucción de esas expectativas y significantes es una desgracia difícil de superar. El duelo que se genera es muy severo y sensibiliza hasta lo más profundo.
Nada se perdona, nada se olvida. El sujeto se levanta, como dirían los romanos, vindictam spirante. Alguien debe pagar por lo que ha sucedido. Todo eso es muy comprensible. El dolor de los padres y abuelos ante la frustración de la vida naciente es absolutamente normal y en extremo respetable. Pero, sin embargo, se nota a menudo una menor tendencia a aceptar el error humano, o las falencias normales, en las situaciones obstétricas que en otras que también involucran daños gravísimos (por ejemplo, el tratamiento de enfermedades pediátricas severas). De hecho, esa actitud llegó a cuajar en la mentalidad jurisprudencial, con el fallo ya referido de la Cámara Civil capitalina. Nos preguntamos si aquella paradoja del sanatorio-hotel no tendrá algo que ver en esto. Si me interno en un hospital que parece un hospital, con un entorno típicamente hospitalario, me hago a la idea de que seré sometido a hechos médicos y que ello involucra un riesgo. Si el peligro se actualiza y surge un daño, me duele, lo sufro, pero no me asombra. En cambio, si ingreso a un hotel de cinco estrellas, con restaurante de lujo e instalaciones deportivas, donde pocas cosas me recuerdan la medicina, y más parece que realizaré un sencillo y feliz trámite, seré muy mimado y luego me iré a casa a descansar, entonces nada me permite prever la posibilidad de un perjuicio, nada me habla de riesgos. Y entonces, si éstos tristemente se verifican, y un daño llega, me golpeará la sorpresa, me sentiré engañado, traicionado. ¿Dónde se vio algo así, un médico que falle en un parto? Demanda en puerta. Pero todos somos un poco responsables de esta trampa trágica. La Cámara Civil, en ese fallo de la obligación de resultados, soslaya el hecho de que la propia cantidad de fallos publicados (y muchos nunca se publican) sobre este tema, muestra que la problemática existe. Es decir, que desgraciadamente sí hay partos que terminan en desastres, y no pocos, por cierto. ¿Cómo se puede ignorar eso? ¿Quién no sabe, siquiera por experiencia propia, que algunas veces los recién nacidos, aun en las clínicas más sofisticadas, fallecen durante o inmediatamente después del parto, o resultan con graves secuelas por situaciones obstétricas? Los propios sanatorios, luego demandados en el paquete pasivo, pugnan por enmascarar la “medicalidad” del parto. Con la mejor voluntad, por supuesto. Le chemin de l’enfer est pavé de bons intentions.
Pero, como dice el escudo real inglés, “maldito sea el que piense mal”: no estamos en modo alguno sosteniendo que sea mala la “deshospitalización” de las instalaciones sanatoriales. Todo lo contrario. Al famoso médico estadounidense “Patch” Adams se le atribuye la idea de “hagamos un hospital que no parezca un hospital”, y parece una idea magnífica. ¡Ojalá alguna vez se pudiera eliminar ese olor a povidona y asepsia (la asepsia debería ser inodora, pero paradójicamente huele, y mucho)! A los galenos les cabe la tarea de dejar claro en sus pacientes obstétricas, esposos, etc., que el parto es un hecho médico, con riesgos y problemas, y no un sorteo de navidad o unas vacaciones en hotel de lujo. Si van a quebrar el idilio y arruinar las sonrisas de los padres, mala suerte. Por supuesto, no se trata tampoco de que les pinten un cuadro dramático, porque eso sería mentirles para el otro lado, pero mentirles al fin.
2. La doctrina “Torres de Carballo”
Hemos mencionado en los párrafos anteriores, reiteradamente, el fallo de la Sala C de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil de la Capital Federal, dado en 1987 en el caso “Torres de Carballo, Azucena del Valle c/Instituto Antártida SA” (JA, 1987-IV-364), a partir del voto de uno de los más ilustres civilistas argentinos de la segunda mitad del siglo XX, Santos Cifuentes. He aquí el tramo que nos parece clave:
“La correspondiente atención de un parto no puede colocarse en el cuadro de las intervenciones de dudoso resultado, pues sería crear riesgos donde no los suele haber, y pretender en esta área la ejercitación de la medicina como si fuera de logros imprevisibles cuando –todo lo contrario– la realidad notoria muestra su previsibilidad habitual y corriente. Por lo tanto, sostener que al profesional de estos tiempos sólo se le pueden exigir buena fe, buena voluntad y correcto ejercicio ético de su atención, resulta prolongar un concepto perimido para apoyar prácticamente la irresponsabilidad, que no atiende al desarrollo y evolución de la ciencia médica, de sus medios técnicos y de sus investigaciones contemporáneas. Flaco servicio se haría a la dignidad profesional y científica de ahora, si se la quiere rebajar al manejo de lo que buenamente se pueda lograr, del azar o de los tratamientos primitivos, como el caso de la partera o matrona de campaña”.
Cifuentes ya había dicho, cinco años antes, en “Vega c/Sanatorio Alberti” (CNCiv, Sala C, 24/8/82, ED, 102-203) que el considerar su obligación como de medios “desdibuja la responsabilidad del cirujano al descargarlo prácticamente de la justificación jurídica de su actuar, desde que no tendría que hacer el pronóstico y actuar según el mal menor que su acto quirúrgico lleva ínsito, bastándole prometer una diligencia intachable. Se le da de ese modo vía libre para operar y aconsejar operar sin razonar un previsible resultado de su acto”.
Con razón, los Urrutia buscan “refutar las razones” de “Torres de Carballo” explicando las complicaciones que el quehacer obstétrico ofrece, ya sean “las distintas variables que pueden presentar los partos”, o “la existencia real (y no infrecuente, por cierto) de los riesgos obstétricos, y con ello la particular heterogeneidad y complejidad que los caracteriza”3. A partir de esas consideraciones fácticas genéricas concluyen, correctamente, citando a Vázquez Ferreyra4, que “todo parto está sujeto al riesgo o álea propio de toda actividad médica”.
Y refirman su rechazo al fallo con un argumento positivista-legalista. Como el art. 20, incs. 1 y 2, de la ley 17.132, prohíbe “anunciar o prometer la curación fijando plazos” y “anunciar o prometer la conservación de la salud”, si se obligase a los médicos a brindar un resultado, ello implicaría “la violación de una prohibición legalmente impuesta a los médicos”, y transformaría la obligación en una “de virtual cumplimiento imposible”, pues “sería en rigor de causa ilícita”. Entonces, “los obstetras asumen obligaciones de medios, lo cual comporta que, aunque no puedan garantizar un resultado, comprometen para su cumplimiento toda su ciencia, prudencia y diligencia a fin de alcanzar la compartida finalidad que se proponen ambas partes, tal como sucede en cualquier relación medical”.
Como ya lo hemos dicho en otras oportunidades, creemos que ni el fallo ni esta crítica fueron al meollo del asunto, que no es la peligrosidad potencial del parto, sino la característica de las obligaciones involucradas. El fallo es historicista y evolucionista. Su esquema es el siguiente: las distintas ramas de la medicina, en la medida en que, “merced al desarrollo y evolución de la ciencia médica, de sus medios técnicos y de sus investigaciones contemporáneas” van logrando “previsibilidad habitual y corriente”, van saliendo del “cuadro de las intervenciones de dudoso resultado”. Es decir, existe un “área [donde] la ejercitación de la medicina... [es] de logros imprevisibles”. Dentro de ella, “al profesional de estos tiempos sólo se le pueden exigir buena fe, buena voluntad y correcto ejercicio ético de su atención”, equiparados al “manejo de lo que buenamente se pueda lograr, del azar o de los tratamientos primitivos, como el caso de la partera o matrona de campaña”. Pero en determinado momento, “la realidad notoria muestra” el cambio. A partir de entonces, las obligaciones médicas de la rama respectiva se transforman en obligaciones de resultado. Sostener lo contrario “sería crear riesgos donde no los suele haber”, y “prolongar un concepto perimido para apoyar prácticamente la irresponsabilidad”, rebajando “la dignidad profesional y científica de ahora”. Las obligaciones médicas, pues, habrían partido de ser todas de medios, para irse volviendo paulatinamente de resultado, a medida que las respectivas especialidades obtuvieran certeza y ausencia de riesgos imprevisibles. Ello, justamente, sería lo acontecido con la obstetricia. La clave de este desarrollo, teñido por un simpático optimismo decimonónico, y del positivismo científico darwiniano, es la creencia en la perfectibilidad de la medicina y su posibilidad de tornarse en una disciplina segura. Por su parte, los Urrutia se atrincheran en la posición contraria, que es sin dudas la que lleva todas las posibilidades empíricas de vencer, y que coincide con lo que en muchas oportunidades hemos sostenido: la incertidumbre esencial de toda la medicina. Como el tema del caso son los partos, recopilan datos acerca de lo imprevisible de éstos, de su peligrosidad, de sus complicaciones inesperadas, etcétera. Pero, bien lo aclaran, ello es “tal como sucede en cualquier relación medical”. Y tienen razón.
Pero el debate es estéril. La Sala C quería condenar al demandado que no cumplió con la prestación de un parto satisfactorio. Ese incumplimiento sólo puede deberse a su propia conducta, a la de un tercero por quien no deba responder, a la del paciente, o a un caso fortuito. Y sólo responde en el primer caso, sean sus obligaciones de medio o de resultado. En la práctica, lo importante será la asunción de los riesgos, porque éstos existirán siempre. El médico que promete resultados, o no informa los riesgos, los asume. Si es diligente, requiere el consentimiento informado, explica los peligros, promete actuar adecuadamente y deriva los riesgos al paciente. La Sala C actuó como un sabio tribunal en busca de una solución justa. El fin primó sobre los medios. Pero la cura excedió la enfermedad, porque no había tal enfermedad. Su complicada tesis dinámica no era necesaria. También su base es indiscutible: ni los médicos ni los magistrados pueden ignorar “la realidad notoria” del “desarrollo y evolución de la ciencia médica, de sus medios técnicos y de sus investigaciones contemporáneas”, ni pretender “que al profesional de estos tiempos sólo se le pueden exigir” las mismas conductas concretas que al de antaño. Hacerlo importaría “apoyar prácticamente la irresponsabilidad”. Pero, entonces, de lo que se trata es del deber de actualización científica, que nadie duda en incluir entre los componentes de la buena praxis.
Venini tercia en el debate con una postura que compartimos, al decir: “En lo que hace a la obligación médica en sí, considerar si la obligación es de medios o de resultado, es una cuestión que no puede determinarse en abstracto, sino que dependerá de las circunstancias particulares de cada caso”5. Este criterio tampoco satisface a los Urrutia, que le responden, tomando otra vez a Vázquez Ferreyra6, que en esta materia no son válidas “las calificaciones realizadas a posteriori”, y propugnan que “debe partirse de una caracterización genérica”. Nosotros no lo creemos necesario porque, en definitiva, siempre debe analizarse el caso concreto y la conducta del médico, antes, durante y después del hecho cuestionado.
Nuestro planteo, en general, no es ¿cómo calificar? sino ¿para qué calificar? No discutimos los criterios de calificación (que es lo que hacen los Urrutia), sino la necesidad de la calificación en sí. Esa “caracterización genérica” que piden los referidos juristas, nos parece sólo de utilidad propedéutica. La verdad es que sin perjuicio, no hay juicio: si no hay muerte o daño al recién nacido o a la madre, no habrá demanda. Y producido el daño, si el damnificado busca una indemnización deberá probarlo, y para hacerlo, necesariamente, habrá de acreditar el hecho dañoso. Ante ello, el demandado, inevitablemente, se verá forzado a demostrar que actuó según las pautas actuales de la ciencia.
3. El fallo “B.”
En 1991, la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional pronunció un fallo que nos parece interesante de destacar, a pesar de tratarse de un caso penal, porque hace a varios aspectos que trascienden a las demás esferas del quehacer médico-jurídico. Se trata de una señora que ya había tenido un parto anterior por cesárea. En el nuevo embarazo interviene otro obstetra. A las 14.50 del día fatídico, tras revisarla en su consultorio, “ordenó su internación en el Sanatorio A para hacer una cesárea, aclarándole que la partera B iría en seguida, apareciendo ésta a las 18.00, sin atender prácticamente a la paciente, hasta que cerca de las 21.00 la llevó a la sala de partos, donde el querellado [...] le practicó una cesárea, naciendo una criatura deprimida-grave que presentaba anoxia y anemia aguda y que falleció cinco días después pese a la terapia intensiva aplicada” (ED, 143-506).
La defensa planteó que lo ocurrido había sido “un accidente súbito e imposible de prever”, concretamente “la ocurrencia de una transfusión fetomaterna”. Como ésta habría acaecido en el momento del parto, “mal pudo el obstetra preverlo”. Pero el tribunal desestimó este argumento fatalista y recurrió a la idea de la prevención: adujo que el sufrimiento fetal “podría haber sido detectado con una evaluación responsable del trabajo de parto”. El criterio, obsérvese, es de chance, es decir, de hipótesis. No sabemos a ciencia cierta si esa evaluación hubiera servido para detectar el sufrimiento fetal y obrar en consecuencia. Pero lo indiscutible es que, al no habérsela practicado, se privó a la criatura de la posibilidad de ser extraída antes. En definitiva, lo condenable sería la desatención de la madre en el preparto. El argumento nos parece muy sólido.
El tribunal agrega otro argumento que hace a la situación derivada del conocimiento de las circunstancias previas de la paciente, y la aceptación (contractual) por parte del médico de tratarla. Cuando el obstetra “aceptó atenderla y hacerse cargo del parto conociendo los antecedentes clínicos y la cesárea efectuada anteriormente, [...] asumió una obligación de garante, con responsabilidades profesionales y legales”, dice el fallo.
Tanto el médico como la partera fueron condenados. La inclusión de esta última no nos parece muy afortunada, porque se contradice con los propios fundamentos del decisorio, que consideró como una de las evidencias de la mala praxis del facultativo “confiar la atención a una paramédica por más que sea su ayudante de largos años de experiencia y habilitada [...] cuando el cuadro que se presentaba no era el de un parto común sin ningún riesgo adicional”. El criterio condenatorio es indiscutible: el galeno no ha de delegar el cuidado médico en una ayudante obstétrica, apenas el cuadro exceda de lo que ésta está profesionalmente habilitada para manejar. Pero la conclusión sólo puede ser la absolución de la partera, que fue impelida por el obstetra a exceder sus límites.
4. Otros casos vinculados con partos
Los casos derivados de partos pueden clasificarse en tres grandes conjuntos, según surjan de daños a la salud de la criatura, de la madre o de ambos. Al primer grupo corresponde “J. c/M.” (CNCivComFed, Sala II, 2/7/91, ED, 145-339). En el caso, el uso de fórceps generó a la madre “una o dos fístulas vésicovaginales, originadas en los desgarros”. La demandada tuvo éxito en acreditar que la decisión de emplear ese instrumento se presentó como fruto de una alternativa de hierro entre la posibilidad de causarle lesiones menores a la madre, o daños intracraneanos irreversibles a la criatura. Un dictamen académico avaló esta postura. Lo interesante es que aquí el perjuicio ocasionado era perfectamente esperable, y el galeno lo supo al adoptar la técnica. Era un típico supuesto de “estado de necesidad”. El tribunal, creemos que sabiamente, consideró que no procedía condena alguna y rechazó la demanda, pero impuso las costas por su orden. También fue la madre la directamente afectada en “Fernández c/Municipalidad de Morón (CCivCom Morón, Sala I, 23/12/82, ED, 108-389), pero la cuestión pasó por la atención del posparto. Existían signos que permitían presumir la subsistencia de restos placentarios en el útero, pero igualmente se le dio el alta y no se la convocó para efectuar un seguimiento ulterior por consultorio externo. Quedó acreditado, a juicio del tribunal, que dichas circunstancias incidieron directamente en el desenlace, que fue el deceso de la puérpera, por lo cual fueron condenados a responder los médicos y los nosocomios intervinientes.
Más afortunada resultó la actora de “R. de S. c/R.” (CNCiv, Sala E, 29/4/86, ED, 119-613). Ella también quedó con restos placentarios en el útero, pero éstos generaron una hemorragia, por lo que fue necesario efectuar un raspaje terapéutico y sobrevivió. El médico adujo que no podía reprochársele el no haber efectuado el tacto intrauterino que la demandante planteaba debía haberse hecho, porque tal práctica no era normal y se la desaconsejaba por las molestias que irroga. El tribunal coincidió con ello, pero sin embargo entendió que cuando “los restos son abundantes y pasaron inadvertidos al médico tratante debe concluirse que ello acaeció en razón de no haber examinado con detenimiento la placenta de la actora o no saber reconocer la integridad placentaria”.
Obsérvese que se trata de dos imputaciones muy distintas. Una incumbe a un “no hacer”, pero no el defendido por el galeno (el tacto intrauterino) sino otro (el examen detenido de la placenta). Pero la otra es más interesante, desde el punto de vista doctrinal, porque importa un “no saber” (reconocer que la placenta no estaba íntegra). Siempre queda la pregunta: ¿es lícito condenar por no saber? Teóricamente, el saber necesario para ejercer una profesión es acreditado por la universidad o institución pertinente que otorgó el título que habilita al sujeto. Si en esa casa de estudios no se le enseñó correctamente a reconocer la integridad placentaria y no obstante se le entregó el diploma, ¿quién es el verdadero responsable, el graduado o la institución? Máxime en un caso como éste donde no se trata de una actualización de conocimientos, porque el hecho médico de marras se practica desde hace milenios. Creemos que la respuesta a este intríngulis es doble. Por un lado, que no puede culparse a un médico por “no saber” las cosas básicas de su profesión, y sí en cambio, en todo caso, nacería la responsabilidad de la universidad habilitante. Por el otro, que el tribunal en “R. de S.” se expresó mal, y lo que realmente quiso decir es que el médico es culpable de “no haber examinado con detenimiento la placenta de la actora, con lo que hubiera reconocido la falta de integridad placentaria, pues los restos son abundantes y le pasaron inadvertidos”.
El fallo “F. c/INOS” (CNFedCivCom, Sala I, 31/8/95, ED, 169-254) pertenece al segundo grupo, es decir que la madre resultó ilesa, pero se lesionó la criatura. El fallo dejó en claro que el parto es actualmente un hecho que debe estar presidido por médicos. En razón de la ausencia de éstos, la paciente “sólo fue asistida por la partera codemandada”. Todo permitía prever un desarrollo normal, pero, “asomada la cabeza del bebé, se produce el atascamiento por la distocia de hombros, sin poder desprender el resto del cuerpo”. Se presentó, pues, la alternativa: tracción manual o cleidotomía (fractura de la clavícula). “Es obvio que la elección de una de estas alternativas es propia de la decisión de un médico”, dijo el tribunal. La obstétrica optó por la tracción manual, pues esa maniobra “era la única que –en la mejor de las hipótesis– se hallaba capacitada y habilitada para realizar”. El procedimiento generó lesiones al niño, pero la partera fue liberada de responsabilidad. Esta solución, que nos parece correcta, se contradice con la ya comentada en “B.”, discrepancia que se hace aún más notable si consideramos que éste era un caso penal, y el que aquí comentamos fue civil. Es decir que la responsabilidad debió haberse evaluado con más rigor en este asunto que en el otro y no a la inversa, aunque, como lo hemos destacado en otras oportunidades, nuestra jurisprudencia exhibe a menudo esa paradoja de que se juzguen las conductas de modo más generoso en sede civil.
Finalmente, veamos un caso del tercer conjunto, el más trágico de todos “O. de A. c/Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires” (CNCiv, Sala B, 11/9/85, ED, 116- 283) planteó “un evento dado por la muerte asfíctica de un niño en los instantes de su nacimiento, con consiguientes lesiones a la madre y una sobreviniente esterilización practicada sin consentimiento”. La actora ya había tenido una cesárea anterior y presentaba un cuadro de hipertensión, todo lo cual importaba alto riesgo. No obstante, fue sometida a trabajos de parto, exigencia que “en tales condiciones es susceptible de provocar el estallido del útero”, cosa que efectivamente aconteció.
Aquí se sumaron varias cuestiones. La negligencia del galeno al dejar de lado la historia clínica de la paciente (o no interiorizarse de ella) involucra un supuesto de culpa, causante del hecho dañoso directo (el estallido, generador a su vez de la asfixia).
Pero la esterilización sin consentimiento ya entra en otro nivel, el del dolo, porque se trata de un hecho ilícito realizado en forma deliberada y sólo justificable por un estado de necesidad, el cual, a su vez, se vuelve irrelevante si, como en la especie, había sido a su vez resultado de la mala práctica del demandado.
5. Cesárea
Vamos a dedicar un acápite separado a la operación cesárea, realizada normalmente por obstetras y, por supuesto, absolutamente excluida a las parteras. Esta técnica se viene practicando desde tiempos muy antiguos, pero con la inevitable secuela de la muerte materna. También se concretaba ya en la antigüedad sobre cadáveres: una vez constatado el deceso de la mujer encinta, se trataba de extraerle el feto para salvarlo. La evolución de la cesárea ha sido notable, porque pasó luego, ya en el siglo XX, a ser una alternativa para casos de riesgo, cuando ya no quedaba más remedio, y finalmente, en los últimos años, a transformarse en una de las formas más corrientes de alumbramiento. Tanto que acabó despertando sospechas, pues podría convenir al equipo obstétrico y al sanatorio, no sólo por ser más costosa que el parto normal, sino además por su previsibilidad, que permite establecer de antemano fechas y horas, con gran beneficio para la agenda del médico y sus colaboradores. Este argumento fue usado por la jurisprudencia en favor de una obstetra en “Roitbarg c/Instituto de Servicios Sociales Bancarios” (CNCiv, Sala D, 16/2/84, LL, 1984-C-586): “tal vez hubiera sido más cómodo para la médica programar ab initio la operación cesárea”, dijo el tribunal, valorando la opción de la profesional por el parto normal, a pesar de que en él, por el empleo (necesario) de fórceps, se produjeron daños a la criatura. La demanda fue rechazada. Sin embargo, la doctrina de este fallo no es muy compartida. Rara vez se observa una actitud favorable de los jueces al parto “natural”, es decir, una tendencia a apoyar la elección de éste por parte del médico. Más bien, como se verá, acaece lo contrario.
La cesárea es una operación quirúrgica y le caben en consecuencia todas las observaciones inherentes a la responsabilidad del cirujano. Como la forma prioritaria del parto es la natural, que involucra menos riesgo y complicaciones, y acarrea menos efectos negativos sobre la capacidad reproductora de la mujer, el obstetra debe estar, como principio, a éste, y sólo recurrir a la cesárea en caso de necesidad.
Practicar una cesárea innecesaria es cometer mala praxis y genera responsabilidad, incluso sin que del hecho se derive otro perjuicio, porque el solo sometimiento de la paciente a una cirugía sin motivo ya es fuente de un inevitable menoscabo. En efecto, la cesárea involucra lesiones, cicatrices y una disminución de la chance reproductiva, al poner un límite al número de partos que la mujer podrá tener.
El supuesto de la cesárea anterior, que funciona como condición preexistente que influye decisivamente a la hora de juzgar la responsabilidad del obstetra que recomendó la realización de un parto natural ulterior, aparece en dos de los casos ya citados, “B.” y “O. de A.”. En este último, la anotación respectiva aparecía en rojo en la ficha clínica de la paciente. En tal sentido, el mensaje de los tribunales argentinos a estos profesionales, en general, parecería ser: si no quiere tener problemas legales, aplique el adagio “una vez cesárea, siempre cesárea”.
Esta moraleja no es del todo feliz, porque muchas veces el facultativo prefiere la vía normal en beneficio de la puérpera, y en contra de su propia comodidad (y hasta de su pro económico). Sin dudas, todo ese cúmulo de presunciones y criterios especulativos no serían necesarios si se emplease más (y los jueces exigiesen más) el consentimiento informado, donde el diálogo sustancial médico-paciente queda documentado y se hace indiscutible.
Un problema particular se presenta cuando es la propia parturienta la que solicita, consentimiento informado y clarísima exposición de riesgos mediante, ser sometida a una cesárea. Esta petición puede verificarse perfectamente en una mujer madura que ya ha tenido otros hijos. Por un lado, no desea pasar nuevamente por los dolores del parto. Por el otro, no planea en principio volver a quedar encinta. Además, la cesárea, por su posibilidad de programación, resulta ideal para muchas mujeres profesionales, ejecutivas, etc., que de ese modo pueden ordenar mejor sus agendas.
¿Debe el médico aceptar ese requerimiento? Éste parece atendible, fundamentalmente porque sólo afecta a la madre (que obra, en consecuencia, dentro del marco de su bíoderecho existencial sobre el propio cuerpo). Es decir, en este caso, se trata de optar entre vías (no es correcto hablar de “terapias”) alternativas. Para la criatura, la intervención no entraña ningún peligro, y puede hasta ser más segura y menos traumática que el parto normal. Finalmente, no se trata de una operación de alta complejidad y su porcentaje estadístico de infortunios es muy bajo.
Entonces, pensamos que el médico puede acceder al requerimiento, cuidándose bien de documentarlo. Si acepta, la responsabilidad inherente al mero riesgo quirúrgico (no, por supuesto, a la eventual mala praxis del profesional) la asume la paciente, aun cuando la operación fuera teóricamente innecesaria. Claro que ésta, como muchas otras cuestiones inherentes al embarazo y al parto, puede afectar opciones de conciencia del galeno, que lo muevan a rechazar la práctica de una cirugía no recomendada. De ser ése el caso, entraría a jugar, al igual que en todos los supuestos similares (tan comunes en la ciencia hipocrática), el esquema siguiente: el médico puede negarse a realizar el acto (no importando ello peligro inminente para la vida del enfermo), siempre y cuando no se hubiese comprometido antes a llevarlo adelante, expresa o implícitamente, en cuyo caso responderá por su negativa.
Veamos el tema de la objeción de conciencia del médico en una figura:
A veces, la opción no es sencilla para el galeno. El principio es la preferencia por el parto natural, pero la situación se complica si aparecen circunstancias en el estado de la paciente (sufrimiento fetal, meconio, bradicardia de la criatura, etc.) que pueden aconsejar la realización de la cesárea. Estos cuadros, cuando se dan de improviso en las etapas inmediatamente previas al parto, plantean un dilema al obstetra. ¿Esperar hasta que estén dadas las condiciones para el nacimiento por vía normal, o cesárea de inmediato? La jurisprudencia indicaría, para una mayor tranquilidad del profesional, que en caso de duda, si el feto se encontrase ya en condiciones de sobrevivir fuera del útero, practicase la cesárea. No se registran condenas por haber optado en ese sentido y sí, en cambio, por haber aguardado. Un buen ejemplo es el ya referido fallo “B.”, donde el tribunal se pregunta retóricamente: “si se hubiera acelerado o practicado de inmediato la cesárea, ¿no habrían mejorado las posibilidades de su recuperación sin necesidad de exponerla al proceso infeccioso que produjo su deceso [el del nacido]?”.
Sin embargo, hay excepciones. En “Lescano de Gallo c/Sanatorio Gráfico Francisco Calipo” (CNCiv, Sala D, 30/9/81, ED, 97-188, y JA, 1982-I-690), la actora ingresó al nosocomio a las 23.30 horas, con síntomas que hacían “previsible un parto de alto riesgo” (“la desproporción pélvico-fetal, unida a la presentación cefálica móvil, más la presencia de meconio, son indicaciones relativas de cesárea”), pudiéndose prever en consecuencia que “iba, con toda probabilidad, a dar a luz por medio de la intervención quirúrgica”. Se la mantuvo “atendida y sometida a cuidados”, hasta que a las 5.30 horas del día siguiente, “va al baño y se produce el desprendimiento de la placenta y la muerte del concebido”.
El principio general sentado por la Cámara Civil en ese caso fue que “a la cesárea debe llegarse cuando resulta que no es factible el parto normal”. Es decir: la cesárea es una excepción. En consecuencia, aun con un cuadro de la gravedad del descripto, los jueces entendieron procedente la espera, tendiente a intentar la vía natural. Sólo en caso de presentarse “indicadores absolutos de cesárea” sería injustificada la demora. En la especie, además, según la historia clínica, no se había verificado aumento en la frecuencia de los latidos cardíacos. Los controles periódicos se habían efectuado correctamente y el desprendimiento de la placenta, a criterio del tribunal, no era predecible. El fallo rechazó la demanda.
Pero “Lescano de Gallo” es un fallo de 1981, y desde entonces ha corrido mucha agua bajo el puente en materia de tecnología médica. El fallo reporta una estadística según la cual “la mortandad fetal en la cesárea es doble o triple que en parto vaginal”. ¿Seguirá siendo válido (si es que alguna vez lo fue, porque ni siquiera sabemos su fuente) ese dato? Es muy posible que no. Además, ésta es una sentencia oscura, que fundamentalmente absuelve en virtud del in dubio pro debitore, por faltar una acabada demostración de la etiología del deceso. La mejor prueba de esa incertidumbre la da el propio tribunal, al distribuir las costas en el orden causado, “pues los actores bien pudieron considerarse con derecho a actuar como lo hicieron”.
Párrafo aparte merece “M. c/Obra Social Personal Industria del Plástico” (CNCiv, Sala K, 23/10/92, LL, 1994-B-298), donde la cesárea no pudo practicarse oportunamente por no contarse con un anestesista. El obstetra fue considerado incurso en mala praxis médica, porque, dijo el tribunal, era su deber “exigir la presencia” de aquel especialista.
6. Aborto
Atento el breve espacio disponible y lo específico de la temática de este capítulo, dejaré de lado las cuestiones axiológicas inherentes al aborto, a las que ya me he referido muchas veces, para limitarme a su problemática desde el ángulo de la responsabilidad civil. Ante todo, debe recordarse algo con relación al aborto impune del art. 86 del Cód. Penal, que en todo caso (nosotros lo consideramos inconstitucional, pero el tema excede este trabajo) despenaliza las conductas que encuadran dentro del tipo criminoso del aborto. Pero es discutible si esa impunidad penal importa necesariamente una exención de responsabilidad civil por parte del médico interviniente. El aborto típico no impune, por su parte, sin dudas genera para el profesional de la salud interviniente la condigna responsabilidad civil. Sin embargo, este punto amerita una serie de consideraciones. Por empezar, está el caso del aborto consentido por la propia madre. En este supuesto, es obvio que ella no podrá reclamar indemnización alguna, pues ello importaría aceptar un alegato de propia torpeza inadmisible. Pero no cabe la misma respuesta respecto de los demás interesados, tales como el padre o los abuelos del concebido. Ello siempre y cuando no se acreditase que expresa o tácitamente prestaron su conformidad o incitaron al aborto. El consentimiento brindado para la realización de un aborto por una mujer incapaz es inválido, y los galenos intervinientes no quedan exentos de responsabilidad hacia ella misma, pudiendo ser demandados al efecto por los representantes legales de la interesada. Este principio obrará con rigidez en el caso de menores y de interdictos, pero también lo hará (de un modo más leve y sujeto a las pruebas concretas que se viertan) tratándose de dementes no declarados, pero cuya insania apareciese evidente, y de sujetos afectados por drogas, alcohol, o cualquier otra incapacidad accidental.
El aborto practicado en los términos del art. 86, inc. 2, del Cód. Penal requiere de un previo consentimiento informado de la mujer interesada, si es capaz, y de sus representantes legales, si no lo es. Reiterada jurisprudencia ha rechazado las acciones tendientes a obtener una suerte de autorización u orden judicial previa. Los magistrados, con excelente criterio, han dejado claro que lo que el ordenamiento prevé es una exención de castigo, no un permiso. De modo que la decisión sólo puede tomarla la interesada, y el análisis del acto será siempre a posteriori. Un caso particular lo constituyó el famoso fallo en que el tribunal, en respuesta a uno de esos pedidos, declaró la inconstitucionalidad del inciso de marras, prohibiendo la realización del aborto. Se coincida o no con ese decisorio, cuyos detractores nunca dejan de recordar que su autor años más tarde fue preso por corrupto, sus fundamentos fueron prolijos y su esencia muy valiente.
En cuanto al aborto terapéutico del art. 86, inc. 1, del Cód. Penal, también se requiere el consentimiento informado previo. Es un típico supuesto de estado de necesidad, que recuerda el ejemplo romano clásico de la “tabla con lugar para uno solo” que flota después del naufragio. Se debe decidir entre la vida del hijo o de la madre. De lo contrario, es muy posible que ambos mueran. Entonces, el derecho abre una potencia, permitiendo a la madre optar por sacrificar a su hijo nonato. Claro que es una posibilidad, no un imperativo. Nada impediría a la mujer adoptar la otra alternativa, la suicida, que es, por ejemplo, la tradicionalmente recomendada por la Iglesia Católica. Recuérdese el memorable segmento de la novela “El Cardenal” de Morton Robinson en que el protagonista, sacerdote católico, ordena que se lleve el embarazo avante, a costa de la vida de su propia hermana7.
Lo que más cabe destacar es que la potencia no le es dada al médico, sino a la madre. A nadie más, porque es una alternativa existencial que involucra la propia muerte. El médico que optase por el aborto sin el previo consentimiento informado de la madre o su representante (este último nunca podría expedirse en el sentido suicida), respondería civilmente ante aquélla, aunque le hubiese salvado la vida, y el daño moral podría ser enorme (especialmente en el caso de una madre capaz), al haberle birlado una decisión de enorme trascendencia, que sólo a ella le cabía. Por ejemplo, si acreditase que se trata de una mujer católica devota que deseaba optar por la supervivencia de su vástago.
En sentido inverso, el médico no está obligado a concretar el aborto, ni aun en caso de peligro inminente para la vida de la mujer, porque puede oponer una objeción de conciencia. Es un supuesto muy subjetivo, donde la ciencia no tiene nada que ver. Su deber se limitará a proporcionar a la paciente todos los cuidados tendientes a su mantenimiento en las mejores condiciones posibles, hasta que se haga cargo otro galeno, arbitrando al propio tiempo los medios en orden a tal derivación, con la extrema diligencia que requerirán las circunstancias. Apenas se vislumbre la presencia de la encrucijada vital, el facultativo deberá poner sobre aviso a la paciente o sus representantes legales sobre su negativa. Si no lo hiciere, ésta irrogará luego su responsabilidad, con una importante incidencia en el rubro del daño moral. Este tipo de negativas fundadas en objeciones de conciencia del facultativo deberán reunir los requisitos mínimos de un consentimiento informado, y ser incorporadas a la historia clínica de la paciente, para poder ser acreditadas y opuestas al enfermo con posterioridad. Jamás habrán de bastar elementos tácitos, como, por ejemplo, que se trataba de un sanatorio católico, porque lo obvio suele no ser cierto. Además, los recaudos a adoptarse son muy sencillos, por lo que cualquier facultativo puede cumplirlos. Los valores y los bienes en juego son demasiado importantes, y toda la seguridad jurídica que pueda generarse es poca. Es discutible si se requiere o no en los supuestos del art. 86, inc. 2, del Cód. Penal la venia previa del ministerio pupilar. Esta intervención se ha planteado en dos supuestos: cuando la mujer encinta es incapaz (por ella), o en todos los casos (por el nasciturus). Desde un punto de vista axiológico, no dejaría de ser curioso que se exigiese la opinión de ese funcionario para la venta de un 1% indiviso de un autito, pero no a la hora de resolver un aborto. El sesgo patrimonialista de nuestro Código Civil, típico de su época y no mejorado en la reforma de Onganía, debe ser adecuado a la sensibilidad de los tiempos que corren. El asesor tendrá aquí muchas veces dos pupilos que defender. Pero siempre estará el concebido, que en Argentina es persona, e incapaz, y mal podría decidirse su muerte sin escuchar a su representante promiscuo.
Muy particular es la situación de la clínica en cuyas instalaciones el aborto se concretó. Responderá en los mismos términos que el médico, en virtud del principio del art. 1113 del Cód. Civil, salvo que acreditase que el galeno generó un ardid y ocultó al nosocomio la verdadera índole de la intervención, de tal modo que ni siquiera ejerciendo la vigilancia que le correspondía dentro de un estándar promedio de diligencia el establecimiento pudo haberla previsto o evitado. Esta prueba, de acuerdo con los principios generales en la materia, le corresponde a la clínica, cuya responsabilidad se presume. Todos los profesionales de la salud intervinientes en un aborto, y no sólo el médico, serán responsables de los perjuicios que de él se desprendan. Muy especialmente las obstetras y los enfermeros. Estos últimos, atento a su situación accesoria, quedarán exentos si demuestran haber desconocido la índole del acto médico en que intervinieron. No obstante, tanto el personal involucrado como la clínica deberán denunciar el hecho a las autoridades policiales o judiciales pertinentes, apenas hayan tomado conocimiento de él. La omisión de esa denuncia generará una fuerte presunción de mala fe, que prácticamente destruirá cualquier defensa ulterior basada en el desconocimiento (amén de las responsabilidades de índole penal).
El supuesto más normal y corriente no es el del aborto doloso, provocado con deliberación por el galeno, sino el que surge como consecuencia no deseada de una intervención de otro tipo, característicamente vinculada con la atención obstétrica y con el parto. Éste será un caso más de daño producido en la actividad médica, y se regirá por las pautas generales del tema. Es decir, deberá evaluarse la incidencia estadística del riesgo de aborto, la adopción por parte del facultativo de las precauciones indicadas para evitarlo, su elección de terapias y medios adecuados a las circunstancias y al estado de su ciencia, y la previa obtención del consentimiento informado. Acreditadas todas estas variables, el médico no responderá. Como siempre, a él le cabrá la carga de la prueba. Albanese glosa el caso “S. C. de S. y otro c/H. I. y otro” (CSJN, 1986, Fallos, 308:344)8. La actora “cursaba un tiempo de embarazo de cuarenta y dos semanas y cinco días. En dos consultas sucesivas practicadas en la mañana y noche [...], los dos profesionales de la salud intervinientes remitieron a la actora a su lugar de residencia”, distante del nosocomio. Al día siguiente, el nasciturus murió por asfixia intrauterina no traumática. El hospital demandado adujo que “por tratarse de un sábado no se efectuaban los estudios [...] para establecer y controlar la vitalidad fetal”. La Corte rechazó este curioso (aunque conmovedoramente sincero) argumento y, en base a la pericia médica, entendió que, tratándose de una gestación tan avanzada, debieron haberse adoptado “todos los medios de diagnóstico y tratamiento” necesarios.
Interesantes cuestiones se plantean en materia del quantum indemnizatorio. No cabe la menor duda en lo atinente a la incidencia alta y autónoma del daño moral, que será la variable omnipresente en este punto. Empero, más discutible resulta el perjuicio material. Entendemos que deberán resarcirse todos los gastos realizados en atención a la criatura abortada, así como también los que involucrase su gestación, y el acto mismo en que se concretase el aborto. Igualmente, los que irroguen las terapias (físicas y psicológicas) de recuperación de los actores (en especial la madre) y el lucro cesante derivado del incumplimiento de actividades productivas en razón de las circunstancias de marras. Pero, en cambio, lanzarse a alambicados e impredecibles cálculos sobre las futuras incidencias patrimoniales del hijo no nacido sobre sus padres o abuelos, parece un exceso que daría lugar a aventuras judiciales.
7. Neonatología
Si bien no hace estrictamente a la responsabilidad obstétrica, por su estrecha relación con ésta merece un acápite aparte esta relativamente nueva disciplina médica, que involucra a facultativos y auxiliares con una preparación específica. Se ha desarrollado en los últimos tiempos, ocupada en el cuidado del recién nacido, especialmente cuando presenta problemas que imponen el empleo de terapias o de instrumentos ausentes en circunstancias “normales”.
La atención de los bebés en sus primeros días involucra un grado de responsabilidad elevado para los intervinientes, pues pueden verificarse lesiones con secuelas graves, que afecten aspectos importantes de la vida del sujeto (v.gr., su inteligencia, sus sentidos, su movilidad), o incluso le causen la muerte. La actitud de los progenitores, por otra parte, influida en el momento de la desgracia por el lógico y comprensible peso del enorme dolor que conlleva la pérdida o lesión de un hijo, y la frustración de la acariciada paternidad, suele ser proclive a la venganza y no muy abierta a escuchar razones. De allí que, si bien no se trata de uno de los rubros más fecundos en demandas, éstas distan de estar ausentes.
Un fantasma que reiteradamente aparece en casos que involucran a bebés prematuros es la fibroplasia retrolental, con su secuela de ceguera definitiva, derivada del empleo de oxígeno en dosis altas y por tiempo prolongado. En “Figueredo c/Clínica Los Andes” (CNCiv, Sala G, 27/12/85, ED, 117-490), el tribunal destacó la necesidad de realizar “controles frecuentes de la existencia de gases en sangre, debiendo determinarse cada seis horas los dosajes de oxígeno”. El mensaje de la jurisprudencia es que, apenas sea posible, terapias del tipo de la que nos ocupa deben ser descontinuadas. Y que el médico hará bien en informar con detalle a los padres del niño acerca de los riesgos del sistema empleado, en orden a solicitar su consentimiento informado.
8. Cuestiones probatorias
En general, en materia obstétrica, como en todas las del derecho biológico aplicado, la prueba por excelencia es la pericial médica. Sin embargo, en el caso “J. c/M.” (CNFedCivCom, Sala II, 2/7/91, ED, 145-341) se colocaron por encima de esa probanza a los informes recibidos en los términos del art. 476 del Cód. Proc. Civil y Com. de la Nación. Uno provenía de la Primera Cátedra de Obstetricia de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y el otro de la Academia de Medicina (“las dos entidades científicas más prestigiosas a quienes pudo requerirse opinión”, dijo el tribunal). Estos reportes fueron comparados con el dictamen de una perita ginecóloga “con relación a la cual no constan en autos antecedentes o títulos que vayan más allá del mínimamente exigido para expedirse como experta”, sostuvo con rudeza el fallo.
Esta sentencia contiene un punto muy discutible. Si bien reconoce que las opiniones de las instituciones consultadas “en la fundamentación de sus respuestas [...] no fueron nada explícitas”, desestima esa falencia sosteniendo que “ellas resultan avaladas, no obstante, por la autoridad científica de quienes las emiten. Nadie tan apropiado como los mejores, con el aval de su capacidad y su experiencia en la medicina de primer nivel”. Esta línea de análisis importa un peligroso relevamiento de la obligación de fundar, en una disciplina harto insegura (y el propio decisorio así lo acepta, a renglón seguido, diferenciando a la medicina de “las ciencias exactas”). El mismo tribunal se expidió en 1995 acerca de la cuestión del valor probatorio de la historia clínica obstétrica en “F. c/Instituto Médico de Obstetricia” (LL, 1996-D- 716), adoptando un criterio mesurado. El principio asentado fue: “Es necesario recordar que la importancia de la historia clínica como elemento de prueba [...] ha sido destacada por la Sala en diversas oportunidades [...] y ella también se ha pronunciado en el sentido de que los defectos u omisiones en la confección de aquel documento y la falta de toda prueba por parte del demandado autorizan a extraer presunciones en su contra (arg. art. 388, Cód. Proc.)”. Sin embargo, “la mera circunstancia del llenado defectuoso de la historia clínica no constituye en forma autónoma un supuesto de responsabilidad”.
En el ya citado “R. de S. c/R.” se observa un interesante esquema probatorio por comparación (una suerte de diálogo) entre inscripciones de diferentes profesionales en una misma historia clínica. El obstetra demandado anota tras el parto: “placenta aparentemente íntegra”. Seis días más tarde, la puérpera, víctima de una hemorragia vaginal, es internada y sometida a un raspado uterino por otro galeno.
Este último hace constar, a su vez, la extracción de “abundantes restos placentarios”. El tribunal conjugó ambas inscripciones para concluir que el adverbio “aparentemente” de la primera no se refería, como pretendiera su autor, “al valor relativo que tienen las cosas en el ámbito de la ciencia médica”, sino que había sido vertido con su semántica literal.
Este caso presenta otra perla en materia de pruebas, pues para zanjar el debate sobre si configura o no negligencia médica la inadvertencia de que parte de la placenta no ha sido expulsada tras el alumbramiento, y dado que existía un cierto grado de discordancia entre testimonios y pericias, el tribunal recurrió al Tratado de obstetricia de Schawarcz, Salas y Davurges (Bs. As., Ateneo, 1977), que resulta terminante en tal sentido: “la expulsión incompleta de la placenta luego del alumbramiento debe ser advertida por el médico partero”. Éste constituye uno de los no muy frecuentes ejemplos del uso directo de bibliografía médica específica por parte de los jueces, modalidad que se presta a severos reparos porque es obvio que, salvo que poseyesen especial formación al efecto, el título habilitante para la magistratura no acredita la realización de estudios que preparen para interpretar correctamente textos técnicos de la ciencia hipocrática.
En el ya mencionado caso “Figueredo”, por su parte, el tribunal recurrió a las normas de neonatología establecidas por la Secretaría de Estado de Salud Pública desde el año 1978, de donde, además de extraer criterios de conducta a seguir, dedujo valores numéricos (concentración de gases en sangre, etcétera). Este tipo de protocolos, cuando existen en el área de que se trata, poseen gran importancia preventiva, como guías de sujeción del comportamiento del galeno, y también probatoria, sobrevenido el problema.
9. Algunas otras peculiaridades de la responsabilidad obstétrica
Tras esta muy breve reseña jurisprudencial, vamos a entrar en unas pocas facetas más de la relación paciente-obstetra, que son peculiares y merecen especial atención. Por empezar, el obstetra traba un vínculo contractual con la mujer (y eventualmente con el padre de la criatura también), que lo obliga a brindar la atención del embarazo hasta su terminación y a realizar el parto. No nos cabe la menor duda en cuanto a que configura mala práctica la repentina ausencia del galeno en el alumbramiento, máxime si éste se concreta en una fecha previsible y no existen razones serias que la justifiquen. No son tales, por ejemplo, el haberse tratado de un fin de semana largo, por lo que el obstetra salió de vacaciones con su familia (hemos intervenido en un caso en que un distinguido especialista, simple y sencillamente, adujo la molestia de llegarse un domingo a la noche desde un club de campo a menos de cincuenta kilómetros del sanatorio).
Si el obstetra tiene motivos para prever que no podrá atender parte de la gestación, o que deberá ausentarse en el parto, debe requerir el consentimiento informado inicial a este respecto de sus pacientes. Nunca sorprenderlos. La prestación que de él se espera es única, y no se termina sino hasta que la mujer es dada de alta tras el alumbramiento y el posparto. Si la quiebra en cualquier momento sin razón atendible, genera en sí mismo un incumplimiento y responde del perjuicio consiguiente (y ya es de por sí un daño moral el verse sometida la paciente a semejantes mudanzas imprevistas). No es razón atendible, a nuestro entender, la decisión del obstetra de cambiar de especialidad (por ejemplo, pasar a revistar en la cartilla de la organización médica como ginecólogo), o de abandonar el ejercicio de la medicina, o de irse a otro sitio a vivir. En todas esas situaciones debe requerir el consentimiento previo de sus pacientes y, de no obtenerlo, proseguir con la atención pactada, o indemnizar los perjuicios. En otras palabras, el obstetra debe calcular su vida a nueve meses de plazo desde la última paciente que tomó.
El obstetra en el derecho argentino tiene una situación particular, con relación a sus colegas de muchos otros países, especialmente de los Estados Unidos de América y de Europa. Él tiene dos pacientes, porque contratan sus servicios la madre por derecho propio, y ésta y en su caso el padre en representación tácita de su hijo nonato, pero que de acuerdo con nuestro ordenamiento ya es persona. Eso implica que no sólo debe velar por el bienestar de la encinta, sino también por la vida y la salud del niño en gestación. Ello le irroga el deber de estar siempre al tanto de las terapias que realice la madre (por ejemplo, por instrucción de otros galenos), y de sus conductas dañinas para la criatura (fumar, exponerse a radiación, etc.), a efectos de requerirle a ella y a los otros profesionales, en su caso, que adopten los recaudos pertinentes en orden a resguardar al nasciturus.
¿Qué sucede si una mujer confía a su obstetra, en el marco del secreto profesional, que va a abortar? Entendemos que, en el contexto normativo argentino, toda vez que el nonato es persona y que el aborto es un delito, el galeno se halla no sólo relevado del secreto, sino además obligado a denunciar ante el ministerio pupilar o el juez de familia este hecho. Sin embargo, no creemos que sea muy compartida esta postura, pues hemos intervenido profesionalmente en un caso en el que, con nuestro asesoramiento, un padre denunció ante un distinguido juez de familia de la Capital Federal, con pruebas, que su esposa preparaba el aborto, y solicitó el apoyo judicial para la vida de su hijo nonato, obteniendo, lejos de la protección pedida, una severa reprimenda del magistrado, que en duros términos rechazó la pretensión. Pocos días después, la mujer viajó a un país limítrofe del que era oriunda, y allí abortó, tal como lo había anunciado.
Ubi res ipsa loquitur, verba supersunt.
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1 Rabinovich-Berkman, Ricardo, Responsabilidad del médico, Bs. As., Astrea, 1999, especialmente p. 271 y siguientes.
2 Ver, por ejemplo, Maugham, William Somerset, Of human bondage, Harmondsworth, Penguin, 1987 (existe acuerdo en que los episodios de esta magnífica novela en que se describen las experiencias del protagonista como estudiante de medicina y galeno primerizo tienen carácter autobiográfico).
3 Urrutia, Amílcar R. - Urrutia, Déborah M. - Urrutia, César A. - Urrutia, Gustavo A., Responsabilidad médico-legal de los obstetras, Bs. As., La Rocca, 1995, p. 78 y siguientes.
4 Vázquez Ferreyra, Roberto A., Responsabilidad civil en la cirugía plástica y obstetricia, LL, 1995-B-1238.
5 Venini, Juan C., Responsabilidad por daños contractual y extracontractual, Rosario, Juris, 1992, t. I, p. 203 y siguientes.
6 Vázquez Ferreyra, Roberto A., Daños y perjuicios en el ejercicio de la medicina, Bs. As., Hammurabi, 1992, p. 193 y 194.
7 “Una profunda angustia impregnó la voluntad de Stephen. Para apoyarse en algo, su mente se entregó a mil rebeldes fantasías... Un torbellino de tentaciones precipitóse sobre él, arrastrado por el viento de la desesperación. ¿Era justo que dejara morir a Mona cuando bastaba una sola palabra, una mera inclinación de cabeza, para salvarla? ¿No tenía el amor humano, compuesto de una maraña de tiernas raíces nerviosas y de recuerdos, el derecho de abogar por una especial merced? Sería presuntuoso pedir: Levanta tu prohibición, Señor, por esta vez? –¿Y bien– repitió el doctor Parks. Aquella dura pregunta hizo volver a Stephen a la realidad. Su educación sacerdotal y su profunda fe católica inclináronle a someterse, confiado, a la voluntad de Dios, todo sabiduría y bondad. Su cabeza hizo un ademán negativo. Acataba el quinto mandamiento, corroborado por el derecho canónico de la Iglesia. –Carezco de autoridad para permitir un crimen– declaró. El doctor Parks tuvo el tino de no expresar lo que pensaba: Ustedes, los católicos, me desconciertan” (Morton Robinson, Henry, El cardenal, Bs. As., Vértice, 1952, p. 145).
8 Albanese, Susana, Casos médicos, Bs. As., La Rocca, 1994, p. 1994, p. 209 a 212.
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