viernes, 27 de mayo de 2011

DE LOS DAÑOS POR LOS QUE DEBE RESPONDER UN ABOGADO NEGLIGENTE. Por el Dr. Rodrigo Padilla.-

Palabras preliminares: agradecimientos.

Muchas gracias por esa amable presentación… Antes de tratar el tema elegido para esta disertación corresponde hacer público mi agradecimiento a quienes posibilitaron estas Jornadas-homenaje a mi padre. A sus organizadores, coordinadores, auspiciantes, a cada uno de los reconocidos juristas que participarán en la misma, al público presente, a todos: muchas gracias. De parte de mi familia es un grato honor que homenajeen de esta manera a nuestro padre.

Ahora me toca hablar sobre la responsabilidad civil de los profesionales del Derecho, en particular sobre los abogados. El año pasado hablé en este mismo auditorio acerca de algunas cuestiones vinculadas principalmente con la “culpa profesional”, o mejor dicho culpa del profesional. Ahora voy a dar por supuesto todos los requisitos necesarios para que un abogado responda patrimonialmente. Daré por ‘probado’ que estamos en presencia de una conducta antijurídica que ha causado un daño a una persona habiendo entre ambos puntos una relación adecuada de causalidad. Y, lógicamente, que esa transgresión se debió a culpa del letrado, por no haber realizado lo indicado en el caso concreto por los principios propios de su ‘ciencia’ -violación a la lex artis ad hoc-. Es decir doy por cierto que hubo un desajuste entre la conducta obrada por el profesional respecto de la conducta debida.

No me voy a detener en todas esas apasionantes cuestiones. Ahora sólo trataré del posible menoscabo que puede causar un letrado negligente o imperito, perjuicio del que debe brindar respuestas. Dicho sea de paso, para mí la negligencia en el ámbito profesional es impericia, y la diligencia que le es exigible a un profesional es una suerte de personificación del bonus pater familiae en el experto, perito o artífice. Esto no es nada nuevo, puesto que la vinculación de la pericia a la noción de artífice, experto o profesional en un arte, tiene su raíz en el Digesto de Justiniano, en el libro 19, título II, 9, 5, en donde se tomó la idea de Celso o Celsus.

Pero hoy me voy a referir pura y exclusivamente al daño que puede causar el abogado a su cliente cuando no cumple correctamente su obligación específica, en pocas palabras cuando incurre en mala praxis legal o forense, como me gusta decirle.

Para su enfoque propongo esta metodología: vamos a ver primero los daños más evidentes que pueden generar los profesionales del Derecho bajo el rótulo de “gastos y costas procesales”; luego incursionaré en el apasionante tema de la “pérdida de chances”, principal rubro en juego; después abordaré el posible menoscabo extrapatrimonial, para finiquitar la cuestión con una breve mención a la “pérdida o privación del derecho a una tutela judicial efectiva”. Casi siempre en este análisis tendré presente el daño que puede causar el abogado a su cliente, mejor dicho ex cliente. Aunque también en los casos de responsabilidad civil del letrado frente a terceros, las costas judiciales, el daño moral y a veces la pérdida de chances, son los rubros típicos de los cuales el abogado puede verse obligado a responder si se le condena civilmente. No descarto que puedan existir otros tipos de daños que pueden generan los letrados con su conducta imperita, pero sin dudas que estas clasificaciones abarcarían la gran mayoría de las eventuales situaciones posibles. Ahora, sí, nos enfocaremos en cada rubro en particular.

1) Gastos y costas procesales.

Evidentemente el perjuicio más palpable derivado de una mala práctica de un profesional del Derecho serán los “gastos” que inmediatamente deberá afrontar el cliente en el proceso de referencia. Nótese que estamos en sede judicial, aunque bien pueden producirse gastos en el ejercicio profesional originados en actuaciones llevadas en el ámbito extrajudicial.

Pues en cualquier campo de actuación profesional, el abogado que con su impericia causa un daño al cliente debe afrontar los “gastos” que éste ha incurrido en el marco del desarrollo contractual. Por gastos entiendo en su acepción amplia a las costas y costos procesales si la prestación es ejercida en sede judicial.

Afirmo, entonces, que el profesional del Derecho debe dar respuestas frente a su cliente de estos ítems: los honorarios profesionales debidos o pagados a la contraparte; los honorarios profesionales debidos o pagados al propio abogado y/o procurador que produjo la mala praxis; los honorarios regulados a los posibles peritos que intervinieron en la litis; y en general los demás ‘gastos’ derivados de la tramitación del proceso judicial -Tasa de Justicia o impuestos legales, bonos profesionales, aportes jubilatorios, adelantos de gastos o de honorarios por pericias, diversos diligenciamientos profesionales, etcétera-.

Por otro lado no dudo que constituya un imperativo moral que el profesional no perciba su contraprestación si ha incurrido en alguna impericia que ha generado daño a su cliente. Pero las leyes que regulan el tema de los honorarios profesionales generalmente no hacen distinción alguna y contienen parámetros diferentes en cuanto a lo que debe percibir el letrado según el cliente haya resultado vencedor o vencido en el pleito. Incluso, en mi opinión, radica en cabeza del cliente perjudicado la posibilidad de oponer la exceptio non adimpleti contractus o la defensa de non rite adimpleti contractus a la pretensión del letrado que solicite el pago de sus emolumentos profesionales en el frustrado proceso.

Ahora bien, una vez comprobada la mala práctica profesional, deberá éste indemnizar a su cliente por el perjuicio irrogado, el que comprenderá obviamente lo que oportunamente el cliente le haya pagado.

Una particularidad que resulta importante resaltar es que existe la posibilidad de “condenar” directamente al letrado negligente al pago de las costas generadas en el proceso, y ello sin necesidad de iniciar un nuevo juicio. Así es como se puede hacer responder al profesional del Derecho quien junto a la parte que asistió podrán ser solidariamente responsables en afrontar las costas frente a la contraparte. Normalmente las leyes procesales contemplan tal alternativa, tal como se prevé en el art. 52 del Código Procesal Civil y Comercial de nuestra Nación.

El sentido de esta imposición de costas al abogado imperito radica en que de tal forma se evitan molestias, gastos y dificultades de un nuevo juicio (en pocas palabras se funda en el principio de “economía y celeridad procesal”). Para obviar estas molestias y dificultades, resaltaba CHIOVENDA (en La condena en costas), “el legislador dispuso que el mismo juez que entiende en el pleito del representado resuelva respecto a las posibles responsabilidades del representante por consecuencia del pleito. Es un ahorro, la reducción de dos juicios a uno sólo”. Además señaló el magnífico procesalista italiano que “El fundamento de la condena de estas personas, extrañas al interés que se ventila, es el daño culpablemente causado, y que debe resarcirse al que lo sufre”.

Lo que debe quedar en claro es que no es necesaria la previa imposición de costas al letrado para que se entable con posterioridad el juicio de mala praxis “legal”, ya por su anterior cliente, ya por la contraparte. Dicha imposición beneficia directamente a la parte contraria en el pleito y a sus abogados, puesto que pueden sumar obligados al pago de los honorarios profesionales. Además a veces tal proceder abogadil será “revelador de la existencia de antijuridicidad y culpa grave en cabeza de los letrados”.

Por último habrá situaciones en las cuales sólo será resarcible este tipo especial de perjuicio, y otras en las que se podrán sumar los rubros que más adelante analizaré. Es decir, como sucede con cualquier caso de responsabilidad civil, los rubros o ítems indemnizables son independientes entre sí.

2) Daño denominado “pérdida de chances”.

El ejercicio profesional de la abogacía en violación de lo prescripto por la lex artis ad hoc genera, o puede generar, algunos de estos perjuicios en cabeza de su cliente: a) que pierda el pleito en el que actuaba el letrado siendo que el cliente era el actor, o querellante en el mismo; b) que progrese la pretensión de la contraparte cuando el cliente era demandado judicialmente, o imputado en sede penal; c) que se frustre algún ‘negocio’ que pensaba concretar el cliente debido al mal asesoramiento jurídico y que ello le genere alguna pérdida patrimonial de beneficios o le implique afrontar perjuicios económicos.

Todas estas situaciones son posibles y probables siendo que la lista recién mencionada no pretende ser taxativa. Sólo la enuncio para resaltar el denominador común de ellas: que la actuación del abogado en forma imperita genera en el cliente la pérdida de una posibilidad, de una esperanza, de una probabilidad de adquirir ganancias o evitar pérdidas patrimoniales. Entonces, en nuestro caso se produce un claro ejemplo del daño denominado “pérdida de chances”.

El concepto de pérdida de chances ha sido muy estudiado en las últimas décadas y es aplicado por los tribunales europeos y americanos en numerosos casos de responsabilidades profesionales, con preferencia en el campo de la mala praxis médica.

Ineludible cita en este tema constituye una conferencia inédita luego vertida en un artículo de François CHABAS denominado La perte d’ une chance en droit français, en donde el prestigioso jurista señala que la pérdida de chance es una modalidad especial de perjuicio cuyos elementos o rasgos comunes son: 1. La culpa del autor que origina el perjuicio 2. Un “todo” que estaba en juego y se perdió (ganar un juicio, obtener un trabajo, etc.) y que podría configurar el perjuicio sufrido 3. “Una ausencia de prueba del nexo de causalidad entre la pérdida de lo que estaba en juego y la culpa, porque por definición, ese resultado era aleatorio. Esta es una característica esencial de la cuestión. La no realización del resultado también hubiese sido posible por causas naturales o imputables a terceros, si bien, no se sabrá jamás si fue el agente, u otra causa, quien hizo perder lo que estaba en juego. De este modo, la culpa del autor no es sino una condición sine qua non de la pérdida del resultado esperado”. Ya señalaré cómo sorteamos esos problemas descriptos por este reconocido profesor de la Universidad de Paris XII.

Primero veamos a qué me refiero cuando hablo de pérdida de chances. Al respecto Matilde ZAVALA DE GONZÁLEZ ha dicho que “Se habla de chance cuando existe la oportunidad, con visos de razonabilidad o fundabilidad, de lograr una ventaja o evitar una pérdida. La frustración de esa probabilidad, imputable a otro, engendra un perjuicio resarcible”. En otro orden de cosas, se diferencia en doctrina la pérdida de chance productiva de la afectiva. Con la noción de chance productiva se alude a la hipótesis en que el beneficio esperado y que habría oportunidad de alcanzar era de índole material o económica, en sentido amplio. Por el contrario, cuando se habla de chances afectivas se hace referencia a que las ventajas esperadas que el accionar antijurídico ha hecho desaparecer eran de cuestiones que atañen al bienestar e integridad espirituales.

En este aspecto, pienso que lo que debe indemnizar el abogado que resulta vencido en el juicio de mala praxis es la desaparición de las chances productivas que estaban en cabeza de su cliente.

Ahora bien, es harto sabido que el daño para ser jurídicamente reparable debe tener algunos requisitos entre los que figura la característica de que sea “cierto”. Pero en estos casos de mala praxis legal es verdaderamente difícil, cuando no imposible, determinar con exactitud, por ejemplo, que el pleito se ha perdido por inoperancia del letrado que lo llevaba.

Es más hasta se podría válidamente afirmar que no hay profesión más ‘aleatoria’ o ‘riesgosa’ que la del abogado ejerciente, pues salvo situaciones particulares normalmente habrá un justiciable representado o asistido por un letrado que resulte vencido al lado de un vencedor.

Entonces ¿qué es lo que se indemniza con el rótulo de pérdida de chances? Evidentemente no se debe reparar lo peticionado por el cliente en el proceso truncado. Muchas veces se pide más de lo que corresponde. Otras tantas se solicita algo que no goza del amparo jurídico.

Además es evidente que si proclamamos que el abogado debe indemnizar a su ex contratante perjudicado el ‘todo’ de lo reclamado en sede judicial, se nos caería otro elemento infaltable para completar el deber de responder: esto es, no habría causalidad jurídicamente adecuada entre la conducta reputada ilícita y el daño irrogado. A ello se refería CHABAS cuando señalaba que en estos casos existe una ausencia de la prueba de la causalidad adecuada.

Pero inmediatamente después nos dice el reconocido jurista galo que “es posible no tener duda en el terreno de la relación causal e insertarla, de alguna manera, en la definición del perjuicio, bajo la fórmula de un álea. De tal manera, el perjuicio no es la pérdida de lo que estaba en juego (el resultado esperado), sino de las chances que se tenían para alcanzarlo. Es entonces posible establecer una relación causal entre este perjuicio y la culpa del agente”.

Sólo de esta forma podremos afirmar que este particular perjuicio contiene la nota esencial de certidumbre para que sea legalmente reparable. Es decir, en tanto nos limitemos al concepto de esperanzas, oportunidades, chances, posibilidades o probabilidades, podremos aseverar que estamos en presencia de un daño ‘cierto’, y no puramente eventual o hipotético, en razón de que ciertamente se ha vulnerado esa expectativa real que tenía el cliente de triunfar -o no perder- judicialmente.

Y también sólo de esta manera podemos válidamente decir que hay o puede haber una relación de causalidad adecuada entre la impericia profesional y el perjuicio causado al cliente, siendo éste la pérdida de la posibilidad de ganar, o no perder, un juicio.

Es decir que lo indemnizable no es el resultado esperado, sino la probabilidad de lograrlo, sin que sea posible conocer si ésta se habría realizado: nadie lo sabe, ni lo sabrá jamás, porque el hecho ha detenido en forma definitiva el curso de los acontecimientos donde reposaba la esperanza del afectado. Así pues, en la ‘chance’ concurre una cuota de incertidumbre o conjetura.

Ahora pregunto ¿cómo se elimina esta cuota de incertidumbre? Pues hay dos procedimientos distintos: uno el “estadístico” y el otro el que pasó a denominarse “juicio sobre el juicio”. Mediante el recurso a la estadística, esto es, al estudio comparativo de las situaciones judiciales ofrecidas ante un idéntico supuesto de hecho, podrá calcularse si la pretensión ejercitada por el abogado negligente tenía probabilidades favorables que su conducta hizo desaparecer. Es decir, siempre que las posibilidades de éxito de la posición defendida por el letrado sean superiores a las de fracaso se podrá afirmar que el cliente gozaba de una situación ventajosa que puede rotularse como pérdida de chances ‘ciertas’ y serias que merecen ser resarcidas.

El otro método (juicio sobre el juicio al decir de YZQUIERDO TOLSADA, o procedimiento dentro del procedimiento como lo apodó MULLERAT BALMAÑA) para averiguar si corresponde condenar a un abogado al resarcimiento de pérdidas de oportunidades alegadas por el cliente, consiste en valorar el proceso base en el cual se produjo supuestamente la mala praxis profesional. En esta tarea el juez que entiende en el proceso sobre responsabilidad profesional ha de sumergirse en las particularidades del caso frustrado por la conducta negligente del abogado sindicado como responsable.

Por cierto que no son pocas las objeciones que se propiciaron a esta forma de indagar la conducta reputada en desacuerdo con los cánones de exigencia profesional requeridos. Se dice que el juez del proceso de mala praxis no tiene competencia para entender en el proceso anterior que hasta incluso puede ser de un fuero completamente diferente. Además se señaló la falta de una verdadera contradicción en este nuevo pleito, debido a que las defensas que pudiere haber opuesto el adversario en el juicio base no serán las mismas que tiene ahora el letrado demandado en el proceso consecuente. A ello todavía se le puede sumar alguna posible transgresión al instituto de la cosa juzgada material, en el sentido que supuestamente la seguridad jurídica impediría que pueda ser estudiado o valorado un proceso anterior que ya cuenta con sentencia firme.

No obstante estas aparentes críticas estoy convencido que la mejor forma de indagar la conducta del profesional es justamente investigar el caso en donde supuestamente se habría cometido el incumplimiento o mal cumplimiento prestacional. Es más, tengo la certeza que ésta es la única forma para concluir si se ha cometido o no una mala praxis forense.

No creo que represente obstáculo alguno el hecho de ya contar el proceso frustrado con sentencia firme, puesto que el nuevo juez no emitirá su veredicto en aquel juicio ya fenecido, sino tan sólo se servirá del mismo a los fines de determinar -o no- la responsabilidad profesional que ahora está juzgando. Es como si al apreciarse la historia clínica se argumentara que se pretende, por ejemplo, resucitar al paciente fallecido.

Pues simplemente se valorará el finiquitado juicio -proceso base- para determinar o apreciar la eventual responsabilidad profesional que se investiga. Queda claro que el juez únicamente emitirá una sentencia, la que corresponde al caso traído a su estrado sobre la posible mala praxis legal; ello más allá de elaborar y valorar una sentencia “imaginaria” que hubiera correspondido dictar en el proceso truncado por la impericia del profesional ‘ahora’ enjuiciado.

En este sentido pienso que tendrán relevancia todas las cuestiones que pueden haberse presentado en aquel pleito antecedente de la responsabilidad profesional. Así que el tema de la falta de contradicción queda un tanto relativizado de esta forma, pues si el letrado demandado prueba que el adversario anterior contaba con tal o cual defensa, o padecía de insolvencia, por ejemplo, ello le será de utilidad en el proceso en el cual se le imputa mala práctica. También debe tenerse presente en este análisis el derecho aplicable, el estado de la jurisprudencia y de la doctrina, la originalidad de la cuestión debatida, la probable influencia que pueda ejercer la cosa juzgada penal sobre la civil, etcétera.

Así las cosas, y realizado este procedimiento denominado “juicio sobre el juicio”, debe quedar claro que solamente cuando de dicho análisis “cuidadoso e integral” resulten patentes u ostensibles “probabilidades ciertas”, deberá considerar cumplido este presupuesto resarcitorio -daño- y no así cuando dicha posibilidad o ‘probabilidad’ resulte incierta o hipotética, pues entonces estaríamos en presencia de un daño eventual, el cual no resulta resarcible. Es decir, si las chances tenían cierta entidad podrá considerarse satisfecho el recaudo de la certeza del perjuicio que se pretende indemnizar. Dicho en otros términos, las chances solamente se resarcen si constituyen un daño cierto.

La ‘fórmula’ sería algo así: si las chances eran ciertas habrá un daño cierto. Es decir, si las chances eran factibles, probables (y no sólo posibles), verosímiles, ‘ciertas o reales’, su vulneración generará un daño cierto que debe indemnizarse; no así si las mismas eran remotas, improbables, inverosímiles, imaginarias, puesto que no se resarcen quimeras, ilusiones o sueños.

Ahora bien, una vez comprobado que el abogado ha actuado negligentemente y que ello ha ocasionado la pérdida de posibilidades susceptibles de apreciación económica en su cliente, ¿cómo cuantificamos la condena que por este rubro se le impondrá al letrado demandado? Como observamos doy por supuesto el daño, la impericia y la relación causal adecuada entre ambos extremos, por ello ahora toco el quantum respondeatur ¿y cuánto es lo que debe indemnizar el abogado a su ex cliente cuando se frustra el proceso que aquél llevaba? Pues lamentablemente no veo otra solución ‘justa’ que meternos de lleno, otra vez, a indagar las particularidades de cada caso en especial. Y cuando me refiero a las particularidades de cada caso estoy hablando que debemos investigar a fondo el proceso antecedente, es decir en el que se produjo la mala actuación ‘abogadil’.

Es claro que si hacemos coincidir el monto condenado al letrado en concepto de “pérdida de chances” con el solicitado en el proceso por él mismo, podemos caer de vuelta en el problema de la falta de relación de causalidad adecuada entre la conducta imperita y el daño irrogado. En igual sentido ha expresado CHABAS que “Cuando el perjuicio es la pérdida de una chance de supervivencia, el juez no tiene la facultad de condenar al médico a pagar una indemnización igual a la que se debería si él hubiese realmente matado al enfermo. El juez debe proporcionar la reparación al coeficiente de chances que el paciente tenía y que ha perdido”. En igual sentido puede verse en la obra de los hermanos MAZEAUD la cual justamente actualiza Chabas.

Es, entonces, un criterio de suma importancia el del ‘coeficiente de chances’ o posibilidades reales que tenía el cliente perjudicado de ver acogida su pretensión. En tal sentido se pregunta SERRA RODRÍGUEZ si el cliente tenía un 80 % de posibilidades reales de ganar el pleito ¿se entenderá que el abogado debe resarcirlo en un 80 % del monto por aquél pretendido? Es decir, se cuestiona sobre si existe una equivalencia exacta entre las probabilidades de éxito del proceso antecedente, con el porcentaje de la condena del proceso consecuente.

Por mi parte soy de la opinión que al juzgador nunca se le impone una tarea mecánica o matemática a la hora de sentenciar o cuantificar la posible condena que le puede corresponder a un letrado por incumplir su labor específica. Contesto que es, o puede ser, injusto establecer una equivalencia exacta entre las probabilidades de éxito de lo anteriormente peticionado con el de la condena ahora valorada. Es que el operador jurídico no debe renunciar a ninguna de las otras particularidades que en el proceso antecedente y en el consecuente (actual) puedan existir.

Por supuesto que no será ni puede ser idéntica cuantitativamente la condena que le corresponde a un abogado que ha dejado caducar y luego prescribir la acción en un proceso en donde se ejecuta un documento que reunía todos los requisitos legales frente a un demandado de reconocida solvencia, que la que se determinará a un abogado que cometiendo idéntica impericia ha dejado prescribir -caducidad mediante- una acción de daños y perjuicios sumamente dificultosa frente a un particular de dudosa solvencia.

Bien señala GOLDENBERG que no es posible establecer reglas apriorísticas para determinar cuánto vale la chance perdida, puesto que sólo un estudio retrospectivo del caso por el juez podrá determinar el grado de probabilidad que tenía la pretensión y en base a ello podrá mensurarla económicamente.

No se debe renunciar a ninguna prueba que pueda aportarse, sea referida al proceso antecedente donde se produjo la mala práctica, ya al consecuente de responsabilidad profesional.

Como vemos la única forma de hacer justicia es indagar en las profundidades del proceso que ha dado origen al reclamo de mala praxis. No tengan temor los magistrados en aplicar un ‘juicio a los fines del nuevo juicio’. Dicho procedimiento debe aplicarse, remarco, tanto para determinar -en un primer estadio- si realmente existía una probabilidad fundada de ganar el juicio, o de no perderlo, cuanto para valorar -ya en una etapa ulterior- a cuánto ascendían estas chances malogradas por el actuar imperito del letrado. Lógicamente si del primer análisis resulta que la chance vulnerada era vaga o hipotética, no corresponderá determinar la responsabilidad del abogado, al menos por este ítem, más allá de demostrarse su actuar culpable.

Además debo remarcar que la actual jurisprudencia argentina se ha inclinado decididamente por admitir este tipo especial de perjuicio acudiendo para su otorgamiento al método denominado “juicio sobre el juicio” aunque sin mencionarlo expresamente y acogiendo el concepto de pérdidas de chances “productivas”. El otro método, es decir “el estadístico”, si bien puede ser usado como una herramienta “auxiliar”, es prácticamente dejado de lado y sólo se lo nombra en algunas sentencias referidas a la mala práctica galena, pero no constato aún su plena aplicación en los procesos “abogadiles”.

Por su parte en el Derecho francés son frecuentes las resoluciones que hacen lugar a este tipo especial de perjuicio, aunque la línea mayoritaria exige que “quede suficientemente acreditado que los litigantes tenían ‘reales y serias’ posibilidades de éxito”. También se ha señalado que cuando el juez francés tiene dudas sobre el carácter adecuado de la relación causal, ese magistrado reduce la condena. En opinión de BORÉ, el juez lo hace en función del grado de adecuación de la causa incierta. Además, en el Derecho francés hay significativos casos en que los tribunales frente a errores pequeños de los abogados, en que es manifiesta su buena fe, atenúan la estimación del daño a ser indemnizado.

Empero en Brasil, estos casos de pérdidas de chances son raros. Y en España el Tribunal Supremo parece no distinguir adecuadamente esta diferenciación entre pérdida de chances productivas de aquella aniquilación de ventajas afectivas como veremos más adelante.

3) Daño moral.

Sin dudas que el ejercicio de la abogacía en discordia con la conducta esperada de un profesional capacitado técnicamente puede generar un agravio o daño moral a su cliente.

Por supuesto que es indemnizable el daño moral, sea que se apliquen los principios de la responsabilidad contractual o extracontractual. Esta solución es clara en Argentina después de la reforma de 1968 y tiene su fundamento legal en los artículos 522 y 1078 del Código Civil. En tal sentido cuando expresa el artículo 522 que el juez “podrá” condenar al responsable a la reparación del agravio moral, en realidad tiene que leerse que el juez “deberá” condenar, siempre que el mismo resulte probado.

En otro orden de cosas yo entiendo que los principios que deben aplicarse en estos casos particulares de responsabilidad profesional son los contemplados en la órbita contractual. Ello siempre sucederá así cuando el letrado sea demandado judicialmente por su anterior cliente supuestamente perjudicado, puesto que en el caso tenemos los sujetos bien determinados y existirá violación a normas específicas, sea cual fuere el contrato que haya vinculado a ambos, si locación de servicios, de obra, mandato, sui generis o contrato de prestación jurídica profesional como me gusta llamarle. Por supuesto que no desconozco que existan casos de responsabilidad extracontractual frente a “terceros”, pero tales situaciones no son las que estoy analizando.

Ahora bien, la cuestión que aflora es la siguiente ¿siempre que el profesional haya actuado en violación a los principios de su lex artis indicados para el caso, perjudicando con su conducta imperita a su cliente, corresponde que le indemnice el daño moral? Es decir: probada la mala praxis forense ¿se le condenará inexorablemente al letrado por el supuesto agravio moral inferido a su contratante?

Una salida extrema para este problema será responder afirmativamente diciendo que corresponde que el letrado repare a su cliente el daño moral ocasionado por vulnerar la confianza en aquél depositada, ello debido a que este contrato está basado en la bona fides y supone una “confianza especial” entre las partes, llegando incluso a calificarse como un contrato intuitu personae. Además, con esta inteligencia se podrá afirmar que el profesional del Derecho ‘debe’ responder por el daño moral ocasionado por el “estado de indefensión” que le produjo al cliente la mala práctica de su ciencia.

Yo estimo que una solución terminante, como la de que siempre que los abogados que incurran en mala praxis deben reparar el daño moral, no es una tesis válida desde el prisma de la justicia.

Pero tampoco es lícito proclamar que los profesionales del Derecho negligentes que son demandados en juicios de malas praxis no deban responder nunca por daño moral, sea porque estemos en el ámbito contractual y su acogida supuestamente es restringida, ya porque jamás provoquen este tipo especial de perjuicio.

Rechazados, así, los dos extremos, no cuadra otra alternativa que la de una solución intermedia que contemple el análisis caso por caso. Esto implica que el juez debe analizar el asunto especial que ahora se le reclama al letrado.

Con esto quiero significar que el juzgador debe tener presente, para dar o no dar acogida a este tipo de daño, la naturaleza de la pretensión ejercida; las promesas que puede haber realizado el letrado; el tipo de proceso que se trate; en general, la forma y el modo del incumplimiento incurrido; el factor de atribución que imputa el daño al profesional; la preparación y el nivel social, cultural, y económico de las partes, antes contratantes y ahora enfrentadas; el hecho de encontrarse privado el cliente de una tutela judicial efectiva y la naturaleza de esta privación; las concretas instrucciones recibidas por parte de su cliente; las constancias documentales que acrediten el vínculo profesional-cliente, etcétera.

También existen otras pruebas complementarias que pueden producirse en el nuevo proceso como ser una pericial psicológica o psíquica realizada al cliente perjudicado, una prueba confesional, o testimoniales, entre otras.

Debe quedar claro que el juez tiene que llegar al convencimiento que corresponde brindar acogida a esta pretensión referida al daño extrapatrimonial. Y para ello debe apelar a todos los antecedentes posibles. Con carácter general entiendo que será más factible constatar este perjuicio “espiritual” en los asuntos vinculados a los derechos personalísimos, a las cuestiones de familia e incluso al fuero penal, antes que en los puramente patrimoniales. Digo eso por los intereses en juego.

Como vemos la prudentia iuris tiene un campo muy fértil en este asunto, ya para tener por configurado este menoscabo jurídicamente resarcible, ya para fijar su quantum.

Llegados a este punto, me parece oportuno exponer una idea interesante que comparte cierta doctrina. La misma se refiere a la posibilidad de aplicar en casos de culpa grave o dolo una suerte de pena al letrado, acumulando esta “sanción” al rubro daño moral por el que debe responder de cara a su ex cliente.

Como hipotéticos casos se cita un ‘clásico’ referido a aquel en el cual un abogado se pone de acuerdo con la contraparte para “defraudar” a su cliente, sea dejando perimir la instancia, no recurriendo algunas resoluciones desfavorables y descalificables jurídicamente, o no produciendo pruebas de relevancia.

Mucho se ha discutido sobre la naturaleza del daño moral. Es decir acerca de si es meramente ‘resarcitorio’ o si también cumple una función punitiva. No corresponde tratar aquí esta viva polémica. Únicamente diré que la idea presentada para la mala praxis de los abogados por SOBRINO propone en determinados casos “la aplicación de sanciones a través del daño moral “abarcativo”.

No deja de ser tentadora esta propuesta, pero sinceramente pienso que nuestros jueces no están aún en condiciones para aplicar este tipo de medidas que tampoco encuentran apoyo legal muy claro en nuestro sistema, salvo honrosas excepciones como ser el nuevo marco dado a la protección al consumidor.

Por cierto que no descarto (amén del ámbito penal correspondiente) que los Colegios de Abogados apliquen medidas sancionadoras y no sólo de carácter patrimonial, ya que tales instituciones son quienes gozan de potestad disciplinaria para castigar a los profesionales en ejercicio por conductas groseramente reñidas con la moral y la legalidad.

A todo esto le debo agregar que en países como Argentina, España y Francia en los tribunales se distingue y castiga claramente al profesional que actúa en forma dolosa o con impericia grosera, puesto que a éste nunca se le otorga el trato preferencial que sí se le realiza al deudor culposo en cuanto a la moderación del quantum indemnizatorio. Ello, llevado en forma inversa a la idea recién expuesta, trae en la práctica resultados parecidos.

Terminando con lo referido al daño moral aclaro que no tiene ninguna necesidad de guardar relación con el material, puesto que puede ser completamente independiente (daño moral autónomo), o complementario del mismo, en cuyo caso sería acumulable.

4) Privación del derecho a una tutela judicial efectiva.

Las dificultades inherentes a la configuración y cuantificación de los daños denominados pérdida de chances productivas y agravio moral han contribuido para que ciertos magistrados directamente prefieran hacer referencia a una clase especial de perjuicio que se configura en la mala praxis legal, esto es la “privación del derecho a una tutela judicial efectiva”.

En efecto, la conducta culpable del letrado ejercida en el ámbito judicial genera una suerte de “indefensión” en el cliente, puesto que éste se encontrará privado de alguna posibilidad de tipo judicial, como podría ser la pérdida de contar con una resolución que trate el fondo del asunto, o la instancia misma, o la posibilidad de revisión, control y modificación por una instancia superior a una sentencia que no le favorece a sus intereses en conflicto.

En verdad siempre la actuación profesional jurídica negligente implica algún tipo de indefensión, o mala defensa de los intereses a él confiados. El yerro profesional en la acción ejercida, la negligencia probatoria, la caducidad de la instancia cuando viene acompañada con la prescripción de la acción, etcétera, tienen en común un elemento: aniquilan o aminoran sensiblemente las expectativas jurídicas que estaban en cabeza de su cliente.

SERRA RODRÍGUEZ nos pasa revista de unas sentencias emanadas de los tribunales españoles en donde se hace referencia a esta privación de la tutela judicial efectiva. Dice al respecto que la imposibilidad que padece el cliente de que su asunto, pretensión o recurso sea examinado por un órgano judicial constituye en sí un atentado contra un derecho fundamental reconocido constitucionalmente, art. 24 CN. La indemnización va dirigida a resarcir el daño moral derivado de la indefensión.

Ahora bien, creo que no puede discutirse que el perjuicio jurídicamente indemnizable puede ser: o un daño patrimonial -material-, o extrapatrimonial – inmaterial o moral-. Con estas dos grandes categorías no se deja lugar a un tercer género, más allá de la existencia de “nuevos daños”.

En este orden de ideas, si el cliente se ve privado, cuando es víctima de una mala práctica legal, a una tutela judicial efectiva, la cuestión será si ello configura un daño moral o patrimonial. Para mí no quepan dudas que es un perjuicio espiritual. Pero se trata de un daño moral “impropio”, pues es indirectamente económico “al repercutir en la esfera patrimonial del lesionado”.

¿Y cómo se cuantifica este agravio moral impropio?

Pues existe una tendencia que lo vincula directamente con las posibilidades reales que tenía el cliente perjudicado de ganar el pleito o resistir el que se le promovió. Pero esta doctrina no hace más que cambiar el ropaje de la pérdida de chance productiva por el de privación a una tutela judicial efectiva, actitud asimiladora que obviamente no comparto.

También cuadra la posibilidad de tener por configurado el daño moral con sólo afirmar que encontrarse privado de una tutela judicial efectiva implica esta clase de menoscabo. Claro que tampoco comulgo con esta tesis, debido a que de esta forma siempre habría que dar acogida a la reparación del agravio moral cuando de mala praxis del abogado se trate y ello justificado, amén de la violación de la confianza, en la privación al derecho de una tutela judicial efectiva.

Mi postura consiste, como lo dije hace minutos, por valorar esta privación judicial como un elemento más para configurar, o no, según el caso, el daño moral por el que debe responder el letrado imperito. La cuantificación del mismo, si es que se estimó el agravio moral, ha de ser llevada por el juzgador con suma prudencia, sin desatender a ningún elemento verificado en el proceso que dio origen a la mala praxis legal.

Con esto doy por terminada mi conferencia. Sólo quiero recordar la necesidad impostergable de contar con un seguro de responsabilidad civil para el ejercicio profesional de la abogacía, esto predicable tanto respecto del abogado individual como para aquellos que desempeñen su profesión en forma colectiva. Ello tiene la doble ventaja de resguardar el patrimonio del letrado imperito y de garantizar al cliente perjudicado la solvencia del profesional sindicado como responsable.

Además entiendo que los Colegios de Abogados debieran bregar por la contratación de un seguro que cubra las malas prácticas forenses de sus colegiados. Tal seguro “colectivo y obligatorio” se podría sumar al individual de cada profesional particular.

De hecho en numerosos países -ante todo ‘europeos’- resulta obligatoria la contratación de un seguro de responsabilidad civil. Pues en aquellos países, regiones o provincias en los que no resulte todavía obligatoria tal “modalidad” de ejercicio profesional, la doctrina está incesantemente requiriendo el mismo. A ellos me adhiero con mi pequeño aporte. Nada más, MUCHAS GRACIAS.-

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