viernes, 8 de julio de 2011

Ley 25.990 ¿Impunidad u oportunidad? Por Dr. Pedro Roldán Vázquez


Introducción

En los últimos días, en los medios de comunicación nacionales y provinciales han proliferado denuncias y manifestaciones de diferentes sectores de la comunidad contrarios a la reforma del artículo 67 del Código Penal –que fue publicada en el Boletín Oficial como ley N° 25.990 el 11 de enero de 2005–.

Dicha norma modifica los párrafos cuarto y quinto del artículo 67 del Código Penal, terminando con una larga polémica judicial que se renovaba constantemente en nuestros Tribunales.

Para tranquilidad de quienes sospechan de una maniobra política motivada sólo en el interés de obtener la impunidad en determinados procesos de relevancia pública actual, diré que esta norma no carece de un fundamento racional, y que viene a cubrir una sentida necesidad de clarificación de conceptos en el ámbito del proceso penal. No descarto sin embargo ninguna posibilidad, con todo respeto por quienes intervinieron en la sanción de la ley y también por quienes sostienen opiniones diferentes. Sin embargo, esta ley se sustenta en argumentos y valores concretos que intentaré explicar a continuación. Como se verá, además, no existe el peligro de una avalancha de sentencias de sobreseimiento o absolutorias que modifique demasiado la realidad fáctica del sistema de enjuiciamiento penal argentino.

Si vemos una aceleración momentánea de estas resoluciones, ello implica nada más que la precipitación de situaciones que de todos modos muy probablemente concluirían, más adelante, con idéntica solución.

El artículo 67 de nuestro Código Penal, desde antaño, ha sido criticado por su redacción imprecisa, que daba lugar a interpretaciones diversas. Es una de las normas –junto a los artículos 42 y 45 del mismo Código– que ha sido unánimemente tildada por la doctrina de “confusa”, cuya aplicación además por una organización judicial de corte decimonónico terminó por convertirla en una fuente de constante inseguridad jurídica, como lo explicaré más adelante.

En efecto, la redacción anterior del artículo en su expresión “secuela de juicio” (para designar a una de las causales de interrupción de la prescripción de la acción penal) había dado lugar a decisiones judiciales ubicadas en posiciones totalmente antagónicas.

Algunos Tribunales consideraban –y consideran– que la palabra “juicio” usada en el Código Penal debe encontrar su significado jurídico en el concepto del artículo 18 de la Constitución Nacional: es decir, juicio en su pleno sentido contradictorio, en igualdad de armas y equilibrio de las partes ante un Tribunal independiente e imparcial, lo que identifican con la etapa plenaria del proceso penal.

Autores como Zaffaroni estiman que sólo al llegarse a la sentencia definitiva se ha logrado perfeccionar la ejecución del juicio plenario, por lo que nada más que la sentencia –ningún otro acto procesal– tiene virtualidad interruptiva de la prescripción.

Jorge Vázquez Rossi en su “Derecho Procesal Penal” nos dice: “el poco afortunado término ‘secuela’ fue introducido en 1949 con la reforma de la ley 13.569...” “...lo que (…) pareciera indiscutible es que dentro de nuestra cultura jurídica la palabra ‘juicio’ tiene el sentido técnico de referirse a la etapa del contradictorio...” (p. 367)

Resultan estas las interpretaciones más favorables al peticionario y, por ende, parecen adecuarse mejor que ninguna otra al principio de favorabilidad (como lo denomina Devis Echandía en su Teoría General del Proceso) principio este que manda interpretar la ley –cuando esta diere lugar a interpretaciones diversas– en favor del peticionario o beneficiario de la resolución a dictarse.

Este principio tiene acogida en el artículo 3° de nuestro Código Procesal Penal.

Pero además, su aplicación en el Derecho Procesal coincide con la proyección que al derecho interno de los estados soberanos tiene el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, toda vez que este principio no es más que una manifestación del Principio Pro Homine, norma interpretativa de aplicación obligatoria en el Derecho de los Derechos Humanos, y que condice con el espíritu de nuestra Constitución Nacional, desde que proviene de la misma escuela de pensamiento que diera origen al constitucionalismo liberal.

En el extremo opuesto de esta interpretación, aparecen los Tribunales que acuerdan valor interruptivo de la prescripción a casi todo acto que se verifique en cualquier etapa del proceso penal. Esta posición tiene, a su vez, una versión radical que aún admite la validez de los actos declarados nulos como aptos para interrumpir la prescripción de la acción penal.

Esta norma viene entonces a ordenar una realidad ambigua preexistente. Se comparta o no su sentido, la oportunidad de su dictado, o sus efectos respecto de algunos procesos de particular interés en estos tiempos en que la sensación de impunidad es de intensidad abrumadora, no puede negarse que aporta una solución clara a la dispersión jurisprudencial que arriba explicamos y –en consecuencia– una cuota de seguridad jurídica para el futuro.

Depende, sin embargo, de la comunidad jurídica en general que esta reforma no se convierta en definitiva en una herramienta más para la impunidad de los poderosos, sino que sirva como punto de partida para el progreso hacia un proceso penal democrático y eficaz. Un sistema en el que se evite la posibilidad de seleccionar para su trámite las causas menos importantes y más fáciles (y en las que quizás ha desaparecido el interés persecutorio o ha recibido otra solución el conflicto) mientras prescriben las causas más comprometidas o que rozan intereses poderosos.


El marco del problema

1.- Aluvión procesal
Se sabe que las Fiscalías de Instrucción se encuentran abarrotadas de procesos cuyo número hace imposible completar en todos los casos los trámites del proceso.

La ecuación es simple: si una Fiscalía o un Juzgado cuenta con horas-hombre suficientes para atender el trámite de cien procesos, no puede pretenderse razonablemente que se dé curso a diez mil casos.

Ello provoca que la abrumadora mayoría de los procesos penales iniciados en la Provincia (sin contar la “cifra negra” de delitos que ni siquiera son denunciados, o que no se conocen) culminen en definitiva a través del instituto de la prescripción de la acción penal –cualquiera sea la posición doctrinaria que los jueces adopten respecto de las causales de interrupción del plazo de prescripción–.

Simplemente, al no realizarse ningún acto procesal de investigación o de promoción, y una vez transcurrido el plazo máximo conminado en abstracto por el Código Penal para el hecho que se reputa delictivo, opera la prescripción y se da por terminado definitivamente el proceso por esta vía.

Esto sucede en todo el país, y podría decirse que la prescripción de la acción penal se ha convertido en el modo normal de conclusión de la gran mayoría de los procesos penales en la Argentina.

Esta situación es –entre otras causas– consecuencia de una interpretación restrictiva y gramatical del artículo 71 del Código Penal argentino que, según esta posición doctrinaria, prohibiría ejercer toda discrecionalidad en la promoción e impulso de la acción penal por parte de los fiscales. Así, aun a sabiendas de la imposibilidad práctica, se sostiene que estos deberían inexorablemente llevar a juicio a todos y cada uno de los hechos delictivos de acción pública que se cometan –independientemente de la poca entidad del caso o del escaso o nulo perjuicio sufrido por la víctima (llamados en doctrina “delitos de bagatela”)– en un mismo pie que los delitos de gran importancia social (delitos “de guante blanco”, delitos de organizaciones mafiosas y, fundamentalmente, delitos cometidos desde el poder político o económico).

Un ejemplo de la irracionalidad del sistema de persecución penal lo brinda el jurista rosarino Víctor Corvalán cuando relata en un entretenido artículo las vicisitudes de un proceso por el hurto de un cuarto litro de vino blanco común –atribuido a un hombre de 60 años– que se desarrolló durante largos años (iniciado en 1985 y culminado con sentencia de la Cámara Penal en 1989) ante los Tribunales
santafesinos (insumió un gasto de medios y de horas-hombre digno de mejores destinos).  
 
1.1. Encauzar el aluvión
Aunque existe actualmente en el programa oficial de reforma judicial –a nivel nacional– la intención de modificar el artículo 71 del Código Penal, adecuándolo a las necesidades de los tiempos actuales, ello no significa que en las provincias se deba esperar a dicha modificación para introducir una cuota de racionalidad en el sistema de enjuiciamiento penal local.

Por el contrario, el ejemplo de Chubut –que cuenta ya con un proyecto de Código Procesal Penal en el que se pone en operación el Principio de Oportunidad de la Acción Penal– demuestra que se puede, ya mismo, avanzar en la reforma procesal penal en uno de sus aspectos fundamentales: el ordenamiento de los medios personales y materiales destinados a la tarea de enjuiciamiento penal, para evitar que los esfuerzos de la Justicia terminen orientándose a reprimir delitos menores (los “hurtos de gallinas”, se diría en modo coloquial) y comiencen a producir los frutos que reclama la comunidad, evitando la impunidad de los poderosos y solucionando en tiempo útil los conflictos comunes.

Otro jurista santafesino, el Dr. Jorge Vázquez Rossi postula que, desde que el artículo 71 del Código Penal no manda que “siempre”, de manera inexorable y sin discrecionalidad alguna deba actuarse, “la ley procesal podría, sin contradicción alguna, regular supuestos de discrecionalidad…”

Esta prédica doctrinaria –que lleva ya algunos años– no parece haber tenido sin embargo demasiada repercusión en nuestra provincia.

De la lectura de los medios de comunicación se extraen esporádicas protestas por falta de infraestructura que parecerían indicar como única y efectiva solución de los problemas de la Justicia Penal el aumento de Fiscalías y Juzgados, sin cuestionamientos al “principio de legalidad” procesal al que nos referimos más arriba ni a ningún otro factor de incidencia..

Por otra parte, la jurisprudencia que restringe al máximo la interpretación del artículo 67 del Código Penal –en la forma arriba explicada– produce el efecto de prolongar indefinidamente –por períodos muchas veces superiores a los diez años– procesos que no fueron resueltos en tiempo útil, razonablemente próximo al hecho delictivo imputado. Procesos cuya solución definitiva probablemente será, de todos modos, la prescripción de la acción penal. O en el mejor de los casos, un juicio oral saboteado en su efectividad por la lejanía en el tiempo de los hechos juzgados y la consecuente dificultad en obtener los testimonios u otras pruebas recogidas al principio de la investigación

La ley que comentamos, al explicitar con claridad las causales de interrupción de la prescripción, viene a solucionar en gran parte este último problema. Y, correctamente complementada con medidas legislativas locales, y una adecuada organización judicial, puede contribuir a la aceleración de los procesos penales por delitos complejos o cometidos desde el poder.

2. Recursos y sistemas
Explica José Cafferata Nores, en una obra que tiene ya algunos años (“La Seguridad Ciudadana frente al Delito”, Depalma, 1991) que: “Habrá que establecer las condiciones que garanticen una persecución penal eficaz, de cuyo accionar no pueden escapar las nuevas modalidades de delincuencia organizada, que a veces buscan su impunidad en los pliegues de procedimientos concebidos para medio siglo atrás…” (...) “…y en la anacrónica distribución de las tareas de los tribunales penales.” (p. 8)

2.1 - Recursos
Una mirada ya un poco más cercana sobre los recursos con que cuenta la organización estatal para proveer a su deber de administrar justicia a los ciudadanos nos permite advertir algunos de los otros factores –además del arriba analizado– que contribuyen al estado de cosas que tanto alarma a la comunidad.

Cabe recordar aquí que la reforma procesal penal de 1991 en Tucumán prácticamente se agotó con el dictado del Código Procesal Penal, según el modelo del Proyecto de Código Procesal hoy vigente en la provincia de Córdoba.

Esta reforma legislativa implicó una profunda transformación en ciertos aspectos de un proceso penal que en 1991 –a pesar de los esfuerzos de los reformadores de 1968, que introdujeron algunas normas propias de un modelo más acusatorio– había vuelto en la práctica a ser profundamente inquisitivo y, por ello, falto de toda transparencia, poco eficaz y fuente de constantes violaciones a las garantías individuales.

Recuérdese, a título de ejemplo, que entonces la enorme mayoría de los imputados prestaban declaración sin haber tenido contacto alguno con el defensor, a quien muchas veces nunca veían en persona hasta el final del proceso.

La inveterada práctica de un proceso penal de modelo inquisitivo que, además, se vio potenciado en sus defectos durante los años no lejanos en el tiempo del terrorismo de estado, produjo una verdadera subcultura de la represión penal con patrones de concentración extrema de poder, muy poca transparencia y débiles o inexistentes mecanismos de control de la actividad de los responsables de la investigación penal.

En un medio en el que se valoraba superlativamente la experiencia –casi como la única fuente de saber práctico en relación al proceso penal–, la reforma legal que introdujo un sistema acusatorio y garantista (buscando poner una cuota de orden y transparencia en el proceso penal) exigía, lógicamente, un programa complementario de preparación, perfeccionamiento y redistribución de los recursos humanos afectados al fuero penal.

Las necesidades urgentes de perfeccionamiento que planteaba el cambio de sistema fueron atendidas, en un primer momento y en relación a los niveles superiores de la organización judicial, por la Universidad Nacional de Tucumán a través de la cátedra de Derecho Procesal a cargo de la Dra. Angela Ledesma, quien organizó un curso de posgrado que –a través de un año y medio de conferencias y talleres– permitió a los operadores del nuevo sistema acceder al pensamiento y enseñanzas de lo mejor de la doctrina procesal argentina.

Sin embargo, aun esta importante actividad, estuvo limitada a quienes quisieran, por voluntad propia, perfeccionarse para la tarea a cumplir en el nuevo esquema procesal.

Y excluyó, sin dudas, a la gran mayoría de los responsables de actuar el proceso penal, si se tiene en cuenta que casi todos los funcionarios y empleados del fuero penal –incluyendo a los secretarios de Juzgado– al momento de la reforma eran legos en derecho: es decir, personas preparadas en la práctica forense pero sin formación teórica alguna, ni título profesional, por lo que de hecho no tuvieron posibilidad de acceder al ámbito universitario en el nivel de posgrado.

Naturalmente, la puesta en práctica del nuevo sistema procesal encontró dificultades precisamente en la actitud de los operadores (la mayoría de ellos formados en una realidad procesal totalmente diferente y sin tener acceso a los elementos teóricos necesarios para adaptar sus conocimientos prácticos a la nueva realidad del sistema acusatorio).

Es de pensar que una preparación intensiva y organizada –según pautas seguras y comunes, arregladas al espíritu de la ley procesal vigente– de los operadores del proceso penal daría inmediatos frutos. Podría esperarse entonces una natural racionalización y selección de los procesos más importantes, y la elaboración de soluciones adecuadas en aquellos casos de menor importancia. Ello, desde la perspectiva del análisis que ahora nos ocupa en relación a la ley 25.990.

Desde la Red Argentina de Jueces para la Democracia hemos venido reclamando además la implementación de auténticos concursos, abiertos a toda la comunidad, para la designación y ascenso de todos los integrantes del Poder Judicial, sin excepción.

La cooptación, como medio de llenar vacantes y atender a las responsabilidades que plantea un servicio de justicia eficaz, ha demostrado su total falta de efectividad. Sobre todo cuando es centralizado, este sistema naturalmente resiente la efectividad de los controles internos de actuación, propicia la subversión del régimen de lealtades, favorece la impunidad interna y es fuente de desigualdades y de injusticia social. Dificulta además la coordinación de tareas y aún es susceptible de afectar la independencia judicial, toda vez que las designaciones “de confianza” deben ser en todo caso excepcionales y efectuadas por el responsable directo (léase juez o fiscal) de las tareas de la persona designada, y único afectado por sus faltas a la confianza.

Por último, las instituciones que se nutren de un solo sector social acaban apartándose del resto de la comunidad y resultan por ello menos aptas para aprehender la realidad general y resolver las necesidades del conjunto.

2.2. - Sistemas
En nuestra provincia, como en la mayoría de las provincias argentinas y como en la organización de Justicia Federal, la mayor parte de las investigaciones penales son llevadas a cabo por funcionarios que no firman sus actuaciones, a través del “Sistema de la Letra” (que implica la distribución de los expedientes judiciales para su tratamiento –casi exclusivamente– por una persona empleada o dependiente de la Fiscalía u órgano judicial de investigación.

Esta persona, el sumariante judicial, estudia el caso, muchas veces da las directivas urgentes a la Policía y toma la mayoría de las decisiones que determinan la suerte de la investigación, las cuales se ejecutan una vez supervisadas y firmadas por el fiscal o el secretario.

Se trata de verdaderos investigadores, cuasi fiscales y cuasi jueces cuya actividad no es susceptible de ser estrictamente controlada por sus superiores en razón del arriba comentado exceso monumental de trabajo que existe en el ámbito de los organismos de la instrucción penal.

Sus tareas, sin embargo, son de enorme importancia, quizás desde cierto punto de vista las más importantes de la tarea judicial. Ellos representan el primer contacto con la Justicia de las personas que, víctimas de un hecho delictivo o acusadas de su comisión, acceden a los Tribunales. Son estos funcionarios y empleados quienes encarnan a la Justicia en ese primer contacto.

En la mayor parte de nuestro país, estos funcionarios judiciales son anónimos en el expediente, desde que no firman sus actuaciones, sino que las ponen a la firma del secretario y del fiscal (como si estos últimos hubieran intervenido personalmente en cada parte del acto procesal cumplido, cuando en verdad lo que existe es un control posterior de la actividad). A esta modalidad de actuación el jurista Alberto Binder la denomina “Delegación informal”. El nombre de esta institución práctica forense enuncia ya una contradicción con los principios del Estado de Derecho que no concibe instituciones en las que no exista una plena responsabilidad del funcionario y posibilidades de control de su actuación.

Desde otra perspectiva, cabe señalar que los sumariantes judiciales, algunos de las cuales llevan largos años desempeñando estas tareas, en muchas ocasiones trabajan durante largas horas posteriores al horario general de nuestros Tribunales. También lo hacen en forma anónima, excediendo siempre el horario remunerado y sin obtener ningún reconocimiento tangible por el éxito de sus investigaciones o el esfuerzo comprometido.

De lo expuesto, resulta que se impone un sinceramiento: parece una solución plausible la concreción de la categoría de ayudante fiscal, con modalidades de actuación claras y transparentes, que permitan formalizar la delegación de tareas bajo la dirección del fiscal en propiedad. Y que permitan a éste elaborar una política interna, en cada Fiscalía, que indique cómo determinar las preferencias de trámite de los procesos frente a las exigencias que plantea la nueva ley que regula las causales de interrupción de la acción penal, ley 25.990 que aquí comentamos.


La cuestión en el contexto de los derechos fundamentales
Desde hace unos años, afortunadamente, los habitantes de la Argentina cuentan con el respaldo de un sistema regional de Derechos Humanos que reproduce en gran parte los derechos y garantías contenidos en el Capítulo de Garantías de nuestra Constitución Nacional.

Este sistema interamericano opera como un control externo del respeto de tales garantías fundamentales por las autoridades nacionales y ha dado lugar ya a numerosas modificaciones, legislativas, jurisprudenciales y prácticas al modo de tratar los derechos fundamentales de las personas en el ámbito nacional.

Entre tales modificaciones, se puede mencionar como la más importante la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en diversos casos, entre ellos “Giroldi”, en el que dicho Tribunal Superior manda a los jueces argentinos interpretar y aplicar la Convención Americana de Derechos Humanos en consonancia con la interpretación que de ella hacen sus órganos naturales de aplicación –tales como la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos–.

Desde sus primeros “Casos Hondureños”, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha determinado los alcances del derecho de tener Justicia que corresponde a cada individuo en el estado de derecho

Esta doctrina, explicitada por primera vez en 1978 en el caso “Velásquez Rodríguez” (que abreva en fallos de la Corte Europea de Derechos Humanos tales como “Guincho vs. Portugal”) nos indica que no es una cuestión de oportunidad, conveniencia o disposición de medios materiales el organizar un aparato eficiente de justicia, tal como pudiera colegirse de algún discurso. Por el contrario, todo individuo tiene un derecho exigible frente al Estado de contar con un sistema suficiente de justicia que, a través de jueces competentes, independientes e imparciales, resuelva su caso en un plazo razonable (artículo 8 de la CADH). Ese sistema debe ser rápido, sencillo y efectivo (artículo 25 de la CADH).

Observado en este contexto el contenido de la ley 25.990, parece inobjetable; se trata de evitar la prolongación inusitada de procesos, incentivando a los fiscales y jueces a promover su sustanciación en un plazo razonable, bajo pena de ver fenecido el mismo mediante el instituto de la prescripción de la acción penal. Operando las reformas legislativas y estructurales indispensables en sede provincial, la ley 25.990 puede contribuir a racionalizar y eficientizar el sistema de enjuiciamiento criminal de nuestra provincia.
 
Resumen y conclusiones
De lo expuesto, resulta que esta polémica ley que comentamos no es en realidad una absoluta novedad, desde que la mayoría de los procesos penales en Argentina culminan mediante la prescripción de la acción penal. Pero ha tenido el efecto de exponer ante la comunidad una realidad del sistema penal hasta ahora oculta bajo la alfombra y que clama por una cuota de racionalidad que le permita ejercer en plenitud su rol social fundamental.

Es de desear que el develamiento de estas realidades contribuya a encauzar el reclamo social de justicia y a provocar los cambios que sentarán las bases del proceso penal democrático y eficiente que la comunidad reclama.

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